VIII

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La tormenta avanzaba lentamente, cubriendo la tierra con una peculiar y lúgubre lluvia. Durante todo el día frustró cualquier intento de salir el sol y ocultó la cadena montañosa con mantos de lluvia plateada y un sudario de espesa niebla. En una choza abandonada, tres hombres se apiñaban junto al fuego e intentaban guarecerse del agua que filtraba a través de las grietas del techo. Don Wallace bebía café ardiendo y miraba intranquilo por la ventana observando la penumbra.
—Un tiempo poco habitual para esta época del año. —Sus ojos se encontraron con los del hombre más mayor y compartieron una larga mirada de complicidad. Eugene Slovensky encorvó los hombros de frío y miró a su sobrino con reproche. —El tiempo está así cuando la tierra está intranquila. ¿Cómo pudiste dejar escapar a ese doncel, Donnie?
—Tú lo tuviste en tus brazos cuando sólo era un bebé —respondió él—.
Lo dejaste escapar entonces. Ni siquiera pudiste seguirle el rastro a su madre entre Irlanda y América. Fui yo quien lo hizo, casi veinte años después. No me trates como si fuera el único que ha metido la pata. El hombre más mayor le miró.
—No me hables en ese tono. Las cosas eran distintas años atrás. No teníamos las ventajas de la tecnología moderna que tenemos ahora. A Maggie O'Halloran la ayudaron a escapar con su pequeño retoño demoníaco.
—Suspiró y miró de nuevo la lluvia y la niebla a través de la ventana—. ¿Tienes la menor idea del riesgo que corremos adentrándonos en su territorio?
—Te recuerdo que fui yo el que siguió la pista y mató a esos vampiros hace unos años, mientras tú estabas a salvo en Alemania. —Respondió Don irritado.
—No supisteis discriminar entre quiénes eran vampiros, Don —dijo Eugene con tono mordaz—. Te divertiste cuando te apeteció.
—Yo era el que corría el riesgo. Tenía derecho a pasármelo bien.
—Respondió Don de nuevo de manera cortante.
—Esta vez hemos de concentrarnos en la razón por la que hemos venido aquí. Este es un trabajo muy peligroso. Los ojos de Don se abrieron y endurecieron.
—Estaba contigo cuando encontramos el cuerpo del tío James, ¿recuerdas? Feliz decimoquinto cumpleaños, Donnie. En lugar de un vampiro real al que clavarle una estaca me encuentro el cuerpo del tío enterrado en un montón de escombros. Sé lo peligroso que es.
—No olvides nunca esa visión, muchacho, nunca —le advirtió Eugene—. Han pasado veinticinco años y todavía no hemos encontrado a sus asesinos.
—Al menos les hacemos pagar por ello —respondió Don. Los ojos de Eugene se inflamaron.
—No lo suficiente. Nunca será bastante. Hemos de exterminarlos a todos. Borrarlos de la faz de la tierra. Jeff Smith se movió agitado y miró a Don Wallace. El anciano estaba loco. Si de verdad existían los vampiros, Jeff quería aprovecharse de la oportunidad de ser inmortal. Habían matado a catorce supuestos vampiros y Jeff estaba casi seguro de que sólo un par de ellos lo eran. Ningún ser humano hubiera podido resistir el tipo de castigo que Wallace impartía tan alegremente, ni haber sobrevivido tanto tiempo. La mayoría de las víctimas sin duda eran humanas, aunque enemigos de Wallace. Don realmente había disfrutado con esas sesiones. Jeff también estaba seguro de que Tao O'Halloran no era un vampiro. Lo había investigado a conciencia. Había asistido a una escuela diurna normal, comía delante de los otros niños. Era un cirujano de renombre y muy respetado en su profesión. Un niño prodigio todos sus profesores hablaban maravillas de el. Jeff no podía sacárselo de la mente. Su voz, sus ojos, sus movimientos flexibles y seductores. El anciano estaba obsesionado con encontrarlo y Don siempre hacía lo que decía su tío. El tío de Don, el viejo Eugene Slovensky era quien movía las cuerdas y el dinero que se manejaba era considerable. Si hallaban a el doncel, él no iba a permitir que lo mataran. Lo quería para él. ¿Por qué pensáis que se encuentra en esta zona? —preguntó Slovensky. —Siempre utiliza dinero en efectivo, por lo que no podemos seguir la pista del dinero electrónico, pero a menudo deja el rastro de su firma. —Dijo Don dibujando una sonrisa diabólica—. El tiene que ayudar a la gente en estos pueblos aislados. En realidad tiene gracia, se cree muy inteligente, pero siempre comete el mismo error. Eugene Slovensky asintió con la cabeza.
—Los grandes cerebros nunca tienen sentido común. —Se aclaró la garganta nerviosamente—. Le he enviado un mensaje al Buitre. Don Wallace se sobresaltó y se tiró el café caliente por la muñeca.
—¿Estás loco tío Eugene? Él nos amenazó con matarnos si no abandonábamos las montañas la última vez que nos vio. El Buitre es un verdadero vampiro y no se puede decir que le gustemos demasiado.
—Tú mataste a la mujer —respondió Eugene— te advertí que no lo hicieras. Pero tenías que divertirte. Furioso, Don lanzó la taza por los aires. Estamos persiguiendo a una mujer. La hemos seguido durante dos años y ahora que estamos cerca, llamas a ese asesino. Tenía que haberle clavado una estaca cuando tuve la oportunidad. Es un maldito vampiro como el resto. Slovensky sonrió y movió la cabeza negando sus palabras.
—No es como el resto. Él odia, Donnie, muchacho. Odia con una intensidad como nunca había visto antes y eso siempre puede sernos útil. Ahora quiere a un doncel, el del pelo negro y corto. Lo quiere a el y a quienes lo rodean muertos. Cuenta con su confianza y nos los entregará. Puede ser deleznable, un delator, pero es muy poderoso.
—Todas sus donceoes tienen el pelo negro y corto. ¿Cómo voy a saber cuál es? —preguntó Don—. ¿Recuerdas el jovencito? ¿El que tenía unos dieciocho años? Odiaba a ese muchacho. Quería que sufriera. —Sonrió con satisfacción—. Lo sé. Pero al que más odiaba era al último que atrapamos, al de los ojos negros. Me ordenó que le torturáramos, que le quemáramos. Quería que su sufrimiento fuera eterno y me aseguré de que así fuera. El Buitre es el mal, tío Eugene. Slovensky asintió. —Utilízalo. Hazle creer que le respetas, que es él quien manda, quien da las órdenes. Prométele también a el pelirrojo. Dile que el tendrá a los dos si nos entrega a los asesinos de James, de mi pobre hermano James.
—Pensé que nos habías dicho que teníamos que estudiarlo, que no era tan fuerte como los otros y que nos sería más fácil controlarlo. De todos modos, el no es moreno. —Don se levantó y caminó al otro lado de la habitación para ocultar su expresión a los demás.
Hacía mucho tiempo que no había tenido un doncel o una mujer completamente bajo su control. Su cuerpo ardía y se endurecía al recordar la vez que estuvo en el sótano con la última. Le había durado tres deliciosas semanas y en todo momento ella sabía que él acabaría matándola. Intentó complacerle por todos los medios, lo hizo todo para agradarle.
Quería tener a Tao O'Halloran en sus manos durante mucho, mucho tiempo. Le enseñaría a respetarle. El gélido desprecio de sus verdes ojos se tornaría en una agradable súplica. Intentaba controlarse, maldecía a los otros que compartían los reducidos confines de la cabaña porque le impedían satisfacer sus fantasías. Don giró la cabeza y vio que Smith le estaba mirando. Se volvió a poner la máscara y sonrió amigablemente. Smith era débil, siempre quejándose. Le miraba cuando hacía su trabajo, pero rara vez tenía agallas para hacer él mismo algo diferente. Don había resuelto que uno de esos días le demostraría a Smith lo débil que era. Su larga asociación había tocado a su fin. Slovensky se puso una manta sobre los hombros. A sus sesenta años notaba que la humedad de la lluvia le calaba hasta los huesos. Detestaba esas montañas y todos los recuerdos que le traían a la mente. Veinticinco años antes había llevado allí a su hermano menor, James, a una caza de vampiros junto a otros miembros de una sociedad secreta dedicada a exterminar a esas detestables criaturas. Habían atrapado a un vampiro, pero éste había matado a James.
Tao O'Halloran era la clave de todo. Iba a utilizarlo para descubrir a los asesinos de su hermano y vengarse de ellos como merecían. Donnie le clavaría una estaca en el corazón al Buitre, libraría al mundo de un detestable gusano, la sociedad podría estudiar a el doncel y obtener la prueba que necesitaban para ser por fin reconocidos como científicos. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí metidos? —preguntó Smith, Wallace y Slovensky volvieron a intercambiar una larga mirada de complicidad. Wallace se encogió de hombros, sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno. —Ya deberías saber que nunca se debe salir al exterior cuando la tierra está tan agitada. Eso quiere decir que esta noche están fuera.
—¿Cada vez que llueva estaremos encerrados? Mierda, Don, lo mínimo que podíamos haber hecho era conseguir un alojamiento decente.
—Deja de quejarte —dijo tajante Slovensky—. Lo último que queremos es delatar nuestra presencia. Controlan a la gente del lugar, los vinculan a ellos de alguna manera para que les sean leales. Jeff, se apartó de ellos y miró la tierra que estaba oscureciendo. Slovensky era un verdadero chiflado. Había conocido a Wallace en la universidad. Don era todo lo que él no era. Un fanfarrón, seguro de sí mismo, guapo y duro. Wallace acorraló a uno de los acosadores de Jeff, le sostuvo y animó a Jeff a que le golpeara hasta matarlo. La sensación de poder fue increíble y a partir de entonces los dos se hicieron inseparables. Don era sádico y violento. Le gustaba ver películas de pornografía sádica que concluían con la muerte de uno de los participantes, compartió esa experiencia con Jeff y al final se obsesionó con la idea de hacerlas él mismo. Jeff filmaba las aberraciones privadas de Don, cada una de las cuales era una obra maestra de la tortura. Al principio utilizaba prostitutas, pero en dos ocasiones consiguieron atraer a dos estudiantes a su almacén. Después, Don siempre estaba muy suave durante varias semanas, incluso uno o dos meses, según hubiera sido la última sesión. Jeff sabía que la necesidad de matar era la que guiaba a Don y a cualquiera que estuviera a su lado más le valía pasar desapercibido. Cuando el anciano salió a hacer sus necesidades, Jeff se acercó a Don.
—¿Te imaginas cómo sería nuestro poder si obligáramos a uno de ellos a que nos hiciera de los suyos? —Le dijo al oído para asegurarse de que Slovensky no podía oír lo que consideraría un sacrilegio—. Seríamos inmortales Don. Podríamos tener lo que siempre hemos deseado. Cualquier doncel o mujer. Podríamos hacer lo que quisiéramos. Wallace guardó silencio unos minutos.
—Hemos de averiguar más cosas sobre ellos. La mayor parte de lo que sé procede del viejo y de sus amigos y probablemente sea todo mentira.
—¿Estás seguro? —Supersticiones absurdas. Toda la gente de por aquí es supersticiosa. Creen que estos vampiros pueden controlar sus mentes e incluso cambiar de forma. Si tuvieran todos esos poderes, ¿por qué no los usaron cuando nos estábamos divirtiendo con ellos? Jeff se encogió de hombros decepcionado.
—Quizás tengas razón. Pero les cuesta tanto morir... —Respondió sin acabar la frase.
—El odio les mantiene vivos. —Don se rió pensando en lo que quería hacer—. Son casi tan divertidos como los donceles y las mujeres. —Miró con gesto de preocupación—.
Pero está el Buitre.

~Dark Desire~ [Kristao] #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora