11. Conociendo al Detective

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La noche ha caído, y parece que mi racha de mala suerte sigue latente. Jamás en mi vida había experimentado una situación tan espantosa. En un instante, sentí que lo perdí todo. Para empezar, perdí esa paz mental que siempre me ha caracterizado; mi cuerpo dejó de responderme por completo, paralizado por el terror. ¿Quién no lo estaría después de ver cómo una bala pasa a centímetros de tu rostro? Ya he perdido la cuenta de cuantos disparos que he oído hoy; han sido tantos que podría reconocer ese sonido en cualquier lugar.

No sé si he perdido mi libertad, pero aquí estoy, rodeada por un grupo de policías que me apuntan como si fuera la líder de una mafia, como si fuera la mujer más peligrosa de todo Londres. ¡Esto no es justo, Dios mío! El único delito que he cometido en toda mi vida fue a los trece años, cuando me enfadé con mi mejor amiga, Sor Tijita. Recuerdo que estábamos estudiando juntas el libro del Génesis, repasando los capítulos sobre la creación de Adán y Eva. De repente, Tijita preguntó si Adán y Eva eran monos, basándose en las teorías de los homo-sapiens. Mezclar ciencia y fe católica me enfureció tanto que empezamos a discutir. Al final, la llamé «morsa maloliente». Todavía recuerdo cómo salió llorando de mi habitación y el remordimiento insoportable que sentí, que me llevó a disculparme. Ese día me castigaron; Sor Daiputah me obligó a limpiar todo el convento yo sola. Me tomó todo el día, y terminé con las manos llenas de ampollas.

Ahora, necesito aclarar las cosas con las autoridades. No tenemos nada que ver con esto; somos víctimas de una persecución. Debo aprovechar que estoy frente a ese detective amable y de sonrisa tan angelical, ese que bien ha logrado sacarme de mi colapso nervioso. Es un hombre alto y delgado, con cabello castaño, algo desordenado y una barba que recién empieza a crecer. Su piel es tan pálida que podría camuflarse entre la nieve, y sus ojos, aunque pequeños y oscuros, son increíblemente penetrantes.

—Señorita Inocencia, necesito que nos acompañe a la estación de policía —dice el detective, su voz grave y calmada como el eco de una campana de iglesia.

El título «señorita» resuena en mis oídos de una manera inesperada. Me resulta extraño escuchar mi nombre acompañado de un honorífico que no solía usar, ya que siempre he sido llamada «Sor» durante mi tiempo en el convento. Y es que el detective no tiene idea de mi pasado como monja.... ¿Cómo es que se llama? Su nombre se me escapó en medio de ese torbellino de pensamientos.

—Por favor, señorita, suba a la patrulla —vuelve a ordenarme, esta vez con un poco de rigidez en su voz.

—¿¡Po-Por qué?! ¡Somos inocentes! —respondo, mi voz temblando entre el miedo y la indignación.

Me doy la vuelta justo a tiempo para ver cómo dos policías arrastran a Ermac, con las manos esposadas a la espalda, hacia una patrulla. Sus ojos buscan los míos, llenos de una mezcla de preocupación y algo que parece... ¿despedida?

—¡¿Qué creen que están haciendo?! ¡Suéltenlo! —grito, mi voz rompiendo el silencio de la noche. Intento correr hacia él, pero un agente me agarra del brazo con fuerza. Siento un estallido de impotencia recorriendo mi cuerpo, como si mi sangre hirviera.

—Señorita, no interfiera, por favor —dice un policía, su tono cortante y autoritario. Pero no puedo quedarme callada.

—¡Nosotros solo estábamos huyendo de unos asesinos! ¡Nos iban a matar! —las palabras se atropellan mientras las lágrimas nublan mi vista.

—¡Inocencia! —la voz de Ermac corta a través del caos, llena de urgencia y algo más—. ¡No te preocupes, todo va a estar bien! ¡Ellos solo me quieren a mí! —grita mientras lo empujan hacia la patrulla, la desesperación creciendo en cada paso.

—¡¿Qué puedo hacer por ti?! —le grito, sintiendo un nudo en mi garganta que me ahoga. Me lanzo hacia adelante, pero el agarre del policía se aprieta, clavándome en mi lugar.

De Monja A MafiosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora