Cenando en París (I)

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Para el capítulo de hoy creé por primera vez un mood board de esos que están de moda para que pudieseis intentar visualizar lo que imagino cuando escribo ciertos escenarios, ¡echadle un vistazo! (Como me he dado cuenta ahora de que en wattpad no se puede copiar texto lo dejaré en un comentario justo aquí).

En vistas a que el capítulo me salió increíblemente largo (y pesado) lo he dividido en dos partes.

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Nunca me había considerado un divagador filosófico. No solía pararme a analizar el porqué de las cosas que no tenían una influencia directa sobre mi persona, pero si en algo estaba interesado desde pequeño, era en la teoría de que la comida puede decirte mucho de las personas que te rodean.

Desde que tengo uso de razón, aprendí a entender la hora de la comida como una oportunidad única para analizar el lenguaje secreto que hablamos y expresamos mediante la comida. 

Mi abuela... Ella aún negaba que no, pero protegía su plato como si la vida le fuera en ello. Posiblemente debido a que creció siendo la benjamina de una familia de 13, si no rodeaba ávidamente con sus bracitos su comida acababa con un plato vacío en un abrir y cerrar de ojos. La costumbre permaneció y a día de hoy de vez en cuando la pillaba haciéndolo inconscientemente. Yo lo interpretaba como miedo a perder algo importante.

Mi madre, en cambio, era una persona que no pensaba en los demás. Estaba seguro de que no tenía sentimientos. Nunca destacó en la cocina, y nunca tuvo la intención de hacerlo. Siendo la mujer de alma rebelde que era, ni siquiera la llegada imprevista de mi persona a su vida la motivó lo suficiente para desarrollar ese lado del instinto maternal.

El hambre nos hizo listos a ambos. A mí, porque empecé a desarrollar mi creatividad en la cocina a la friolera edad de 10 años, y a mi madre porque, aunque al principio no se fiaba de mis habilidades culinarias, tardó poco tiempo en darse cuenta de que era más probable que muriera antes de una intoxicación provocada por ella que de una mía. Poco después dejó de cocinar. A veces me sentía orgulloso de mí mismo por haber salido tan despabilado para algunas cosas. 

Por supuesto esto cambió con el paso de los años. ¿Para mejor o para peor? Aún no lo sé. Supongo que se debería considerar como algo bueno que tu madre denotase interés en tu persona y quisiera empezar a conocerte, aunque ya tuvieras 11 años y una personalidad del todo desarrollada, pero para mí solo era un motivo más para trastocar mi orden mental que ya había asumido la ausencia de su presencia en mi vida.

La dinámica de nuestro hogar cambiaba ridículamente de la noche a la mañana. Un día hacía como si no existiese y al otro se interesaba demasiado por mí. Al principio, de mi parte solo recibió silencio. Solo en ciertas ocasiones conseguía arrancarme una palabra o dos, y muy excepcionalmente una frase, pero al final acababa desistiendo en su tarea incómoda y forzada de socializar conmigo y se limitaba a ver la televisión mientras comía sin decoro alguno lo que yo había preparado. Otras veces su paciencia se acababa, y yo sufría las consecuencias.

Los días que no volvía a casa se convirtieron en mi refugio. Los que volvía muy pasada la hora de la cena, que no eran pocos, eran mi maldición. El miedo existía en ambos, y se acrecentaba por la incertidumbre de lo que me podría ocurrir cada noche si mi madre decidía jugar con botellas de cristales. Por mi parte, me limitaba a dejar una ración de comida de sobra en el frigorífico y después encerrarme en mi cuarto. Con un poco de suerte ella llegaría y se la comería, y si sentía del todo generosa conmigo, llegaría a fregar el plato. Otras veces, las noches no acababan tan bien. Pero, para mi fortuna, todos habíamos aprendido a ser mejores personas y a soportarnos mutuamente hasta cierta medida en esta casa.

My First And Last | NominDonde viven las historias. Descúbrelo ahora