Negocios Turbios En La Vieja Santiago

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Negocios turbios en la vieja Santiago de Ignacio_Calama

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Negocios turbios en la vieja Santiago de Ignacio_Calama

A nivel del suelo no se podía saber dónde estaban los astros, sino las filas interminables de letreros luminosos en los rascacielos. El aero-bus descendió hasta la parada ruinosa junto a un letrero de “Kali Coca”. Salió un hombre debidamente cubierto con una máscara a gas, y el bus de nuevo ascendió. 

A lo largo de la estrecha avenida iban y venían los pobres cubiertos con la misma máscara que ya era su segunda capa de piel. Diego miró a través de la niebla gris, que ya le causaba comezón donde los guantes no alcanzaban a tapar. Se arremangó y empezó a caminar, siempre mirando su holo-móvil. Era imposible distinguir las direcciones a simple vista, ni nada a más de veinte metros de distancia. 

La calle era de lozas de piedra, otrora relucientes. Hacía años no veía tal material. Allá arriba, donde a veces llegaba la luz del sol, todo era de plastiacero: paredes, puertas, muebles, deslizadores… anduvo algo más de un cuarto de hora. Fue como ir por un pasillo, no existía “al aire libre” para los pobres  Todos parecían errantes. 

En los bancos la gente inhalaba Kali Coca, Diego sabía por el color de las bolsas; o se inyectaban cualquier golosina marca Pepsi. Se oían ocasionales risas ahogadas por los filtros. Era cuestión de llegar a cualquier esquina para encontrar una oferta sexual. Parecía grotesca, se apoyaban en las paredes mostrando tanta piel como podían bajo sus trajes de nylon transparente, aún tras sus máscaras. Quizá ni dentro de los locales era posible quitárselas. 

Al fin llegó Diego al número 390652 de Alameda, que cruzaba toda la Vieja Santiago de este a oeste. Junto a las ruinas del antiguo Palacio de la Moneda estaba su edificio. Era en realidad una columna de 15 metros de ancho, de un edificio que ocupaba una cuadra entera. La columna aislada de las demás quizá se alzaba hasta el kilómetro y medio, pero no podía saberlo desde ahí. Vio que las muñecas se le empezaban a enrojecer y se apresuró a entrar. 

La recepción era escueta: paredes de concreto grises, luces de neón blancas y un escritorio de algún plástico marrón cubierto de polvo. El tipo gordo y desaliñado que atendía dijo: 

—Aquí dentro, quítese la máscara no más. 

Así hizo Diego tras cerrar la puerta. Se acercó y antes de que pudiera decir nada, el recepcionista dijo: 

—Usted es de allá arriba. 

—Ah… —balbuceó, pero dijo—, ¿y cómo supo? 

—Se nota altiro. Aquí estamos acostumbrados a la niebla, mírenos las marcas de las ronchas. 

Diego se fijó que en el rostro y el cuello tenía cicatrices parecidas a las del acné, pero más sutiles. 

—Y a usted se le coloraron las muñecas altiro. Usted nunca baja. 

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