La Noche De Los Condores

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La noche de los condores de SeoMorkast

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La noche de los condores de SeoMorkast

Vicente se quedó todo el día dentro de su casa y todo el día se intentó convencer de que el problema no llegaría hasta Las dos palmas, el módulo residencial donde él vivía. Todo el día el clima en la ciudad estuvo tenso, desde el balcón de su octavo piso se veía la línea del horizonte difuminada con carmesí y humo, a través de la comunicadora una buena cantidad de titulares de los diarios estaban anunciando que las cosas se estaban poniendo feas y había perdido comunicación con Livia, su amiga que vivía cerca de donde los cóndores se enfrentaban a puño limpio contra los agentes y los autómatas del EMA, nadie había salido a trabajar porque las líneas del ferrocarril o bien estaban sitiadas por cóndores o las propias estaciones estaban literalmente en llamas, no había opción por el transporte aéreo: habían tomado una de las aeroplataformas del sur y habían usado un dirigible para estrellarlo contra una central de jenízaros. Todo el mundo que se había atrevido a salir estaba volviendo a pie a sus casa y todo el mundo se estaba poniendo paranoico, el Gobernador hizo un llamado a la calma, que el ejército ya venía.

Pero nadie estaba en calma.

Al atardecer finalmente se decidió a abandonar la relativa seguridad de su apartamento del octavo piso para ir a la tiendita de su módulo. Hacía frío, la calle estaba sola y las farolas no encendían aunque ya el cielo tenía el tono naranja del crepúsculo. Don Pedro, el dependiente estaba cerrando ambas cortinas metálicas que protegían los vidrios de las ventanas cuando Vicente llegó, estaba reacio a hacer una venta más, pero ante la insistencia y el propio nerviosismo del cliente le dio los rollos de adhesivos y le pidió que se marchara lo antes posible.

—Vivo en los altos de Vicencio y no hay transporte, me va a tocar ir en corcelito hasta por allá y quién sabe si alcance. Decretaron toque de queda en toda la ciudad desde las nueve— dijo el hombre ya mayor, mientras activaba el mecanismo y un autómata con forma de perro se sentaba a la entrada del local junto al mostrador, con los ojos amarillentos producto de la luz a través del cristal de ámbar mirando a Vicente con algo muy parecido a la desconfianza. En teoría si pasaba cualquier cosa el autómata estaba programado para ir lo más rápido posible a la estación de jenízaros más cercana. En teoría, porque habían rumores de que los cóndores estaban cambiando a las malas la programación de muchos autómatas guardianes para hacerlos inservibles. Don Pedro cerró con doble seguro la puerta principal del local y la figura mecánica del perro se fundió con las sombras mientras una serie de clics sellaban la puerta por dentro.

El hombre se caló su sombrero hongo, cogió su maletín, le hizo un gesto de despedida a Vicente, le deseó buena suerte para pasar la noche y se alejó calle arriba.

Vicente se devolvió lo más rápido que pudo al módulo. Por el camino vio como en la portería el guardia reforzaba los vidrios con tablas e incluso placas de níquel que algún vecino le había dejado, la puerta principal al módulo tenía remaches y trancas, al lado del puesto de vigilancia que ascendía hasta la torre del guardia había un autómata expectante expidiendo densas volutas de humo, tenía un tronco grueso sostenido con fuerza en su mano.

A su paso vio como toda la gente a medida que oscurecía sacaba lámparas para iluminar y salía con palos de escoba, piezas a medio formar de aleaciones, martillos y machetes, había incluso un par de tipos que salieron con cerbatanas de presión, de esas que lanzaban balines metálicos tan fuerte y rápido que podían abollar placas metálicas. En los pisos superiores había gente gritando que iba a vigilar y que los de abajo debían estar con el guardia para asegurarse, en los últimos pisos del bloque de enfrente de donde él vivía, entre dos mujeres en diferentes ventanas estaban montando un telescopio casero apuntando hacia el parque con el que lindaba el módulo, ya oscuro porque las farolas no habían prendido.

Todo el ambiente de peligro le estaba haciendo sentir la creciente sombra del pánico aunque es cierto que hizo todo lo posible para guardar la calma. Ya en su apartamento del octavo piso donde ya había muy poca probabilidad de que una piedra llegase se preparó un tinto caliente, puso los adhesivos en las ventanas para evitar cualquier incidente, sacó su ejemplar de Cumbres borrascosas elegido para leer esa noche y aunque su radio estaba estropeado tuvo un pequeño impulso de prenderlo, al menos para saber cómo iba todo. Giró varias veces el engranaje del dial hasta que cogió una señal medianamente buena y lo dejó a un lado mientras revisaba la comunicadora de nuevo, afanado con encontrar algún mensaje de su amiga, mientras, el locutor desde la caja de metal no estaba dando buenas noticias "En Quiroga los jenízaros han sido superados, en Las rosas, Villamar, Lirios y los puentes de los dos ángeles. Las estaciones en Casablanca, en Los Olivos, en Ferrocedros y en La Salta no están funcionando, es información oficial, no están funcionando, a todos los oyentes que nos escuchan a esta hora estos son los sectores donde el cuerpo de jenízaros no está atendiendo". No había mensajes.

Intentó relajarse, sentarse y disfrutar de su tinto, cerró todas las persianas y apagó todas las luces, menos la de la sala de estar, todos los generadores y la comunicadora también; solo quería dedicarse por entero a su lectura e intentar no pensar en lo que estaba pasando. Así fue, durante una larga media hora se sumergió en su hábito favorito antes de caer preso del sueño.

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Escuchó un rayo en sus sueños, luego mientras estiraba su mano entumecida aferrada al libro se dio cuenta de que el rayo no lo había soñado, y además que no era un rayo, había sido un ruido pesado y sonoro que había retumbado con fuerza. La sala estaba en penumbras y una luz intermitente se colaba ligera a través de las persianas, el radio estaba aún encendido con una voz calmada diciendo algo, pero desde el interior del módulo, afuera de su propio apartamento se escuchaba un barullo aterrador gente gritando y lloriqueando, una alarma aguda y estresante estaba sonando también pero desde la calle. Lleno de repentina adrenalina se levantó de su sillón y encendió la comunicadora, pero no funcionaba, su taza de tinto estaba ya fría. Se acercó preso de una angustia que jamás había sentido y sacó la cabeza por la ventana para ver afuera un escenario casi salido de una novela:

Un camión propulsado de seis ruedas, de los que recién habían salido al mercado y blindado manualmente con planchas de metal, varillas y varias cabezas de autómatas aceleraba como una bestia por la calle, rugiendo con un ruido mecánico insoportable, seguido de lejos por un pequeño grupo de gente vestida entera de negro que llevaba palos, sacos de solo sabía Dios qué y unos cuantos con arcabuces, iban gritando cosas ininteligibles e iban rompiendo todo lo que veían a su paso, vaciaban también un galón de algún catalizador y le estaban prendiendo fuego a los arbustos, contenedores de basura y a los adoquines; el cielo se veía más claro de lo normal y varias columnas de humo se alzaban allá donde mirara. Los cóndores se acercaban y Vicente  jamás imaginó que sería hacia Las dos Palmas.

La tienda de Don Pedro fue una de las primeras bajas: los cóndores a punta de golpes y empellones doblaron las láminas, el aútomata guardián se activó por el ruido y de un salto salió a la calle y echó a correr, pero un par de tipos con los rostros cubiertos por máscaras de pájaro lo interceptaron y lo empezaron a desmontar mientras este aún seguía encendido, aplastaron su caldera y empezaron a prenderle fuego. El camión se estrelló violentamente contra la verja del módulo del otro lado de la calle haciendo el mismo ruido que lo había despertado, solo para retroceder y tomar impulso para embestir de nuevo. Estaba a punto de caer. La gente del otro módulo estaba gritando y agitando todo lo que tuvieran que sirviera de arma, pero al tercer impacto los cóndores entraron por el hueco y empezaron a aullentarlos con los disparos de los arcabuces y tirando pólvora y piedras, rompieron los vidrios de los apartamentos de los primeros pisos y el caos se hizo.

Alguien tocó a su puerta y gritó algo, Vicente abrió temblando: era un hombre que no reconocía.

—¡Salga de ahí que ya se están metiendo los desgraciados, están yendo puerta por puerta, no sea cobarde y baje ya!

Fue por una viga aterrado mientras afuera un disparo resonaba escalofriante en la noche de los Cóndores, hubo un estruendo y vio la torre del guardia derrumbarse tras la ventana. Los vándalos habían entrado al módulo.

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