Un Mundo Para Atoma

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Un mundo para Atoma de  MariG112

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Un mundo para Atoma de  MariG112


La noche se acercaba. Estaba saliendo del laboratorio en una fría tarde. Caminé a la puerta del búnker, donde un mercenario me otorgó el regalo que le pedí para mi querida Atoma. Me abrió la puerta del refugio y le sonreí a manera de agradecimiento.

Contemplé por unos segundos las guirnaldas y muérdagos que colgaban de las paredes, y a la gente cruzando los pasillos con sus gorritos navideños puestos. Todo estaba listo para la ocasión, pues ya era la noche de Navidad. Me alegraba saber que muchas personas eran felices y tenían espíritu navideño a pesar de lo que ocurría en nuestro mundo.

Se escucharon sonidos extraños a la puerta del búnker, que podían ser golpes, disparos o bombas; no quería saber. Aceleré el paso hasta llegar a mi vivienda, donde mi hija me esperaba, sentada en el sofá.

—¿Te ocurre algo, mami? —preguntó.

—No. Si no estoy llorando ni tengo herida de bala, estoy bien. No te preocupes —Le tranquilicé.

Dejé la cajita envuelta en un papel rojizo debajo del árbol de Navidad. Atoma dió una risotada y salió corriendo hacia su obsequio navideño. Le puse un dedo en la nariz, indicándole que debía detenerse.

—No. Después de comer —reprendí.

[...]

La niña salió corriendo hacia el pino artificial, mostrándose emocionada por recibir su regalo. Desprendió el moño verde y rasgó el papel, que cayó al primer corte. Curioseó la caja de cartón, quizá imaginando lo que había dentro.

Tragué saliva al recordar lo que había en el interior. No podía dejar que mi hija se conviertiera en lo que yo soy. Soy un monstruo.

Se vió fascinada al descubrir las probetas y tubos de ensayo que se encontraban adentro de la caja.

—¡Sí! —celebró—. ¡Seré una científica, como mamá!

Se me nubló la visión. Ella no sabía todo lo que hacíamos en nombre de la ciencia y de la humanidad. Todo lo que arriesgamos.

—¡Sí! —Le imité—. Seguro te servirá mucho para el... futuro...

Ella me miró, expectante, como si quisiera que yo le dijera algo.

—Mamá, ¿Cómo crees que será el futuro?

Lo dudé. No quería decepcionarla diciéndole lo que pensaba. Por primera vez en doce años, pensé en el futuro de manera positiva.

—En el futuro, saldremos del refugio, conoceremos gente nueva, correremos por praderas verdes, y sobre todo... —Se me quebró la voz—. Seremos felices...

Atoma pareció verse satisfecha con mi explicación, y sonrió.

—Yo ya soy feliz —comentó.

—¿Sí? —cuestioné.

—¡Claro! Los adultos dicen que no se puede ser feliz viviendo aquí, y los niños me dicen que no puedo ser feliz sin un papá, pero yo soy feliz así —explicó, con un argumento fantástico—: No son las circunstancias, es la percepción de éstas —Con esta frase, finalizó la conversación.

Mi niña tenía una mente muy madura. Todas las batallas que vivimos juntas cambiaron su mentalidad en muy cortos siete años, de tal manera que ella podía aconsejarte mejor que cualquier adulto.

Dió la medianoche. Sin que yo se lo pidiera, recogió las probetas y se marchó a dormir.

Giré el pomo de la puerta con lentitud y salí del apartamento, dispuesta a volver al laboratorio.

Corrí fuera del búnker e ingresé al laboratorio, bajando las escaleras con celeridad hasta llegar a la planta baja.

En una camilla, reposaba un hombre de cabellos negros, con muchas cicatrices, moribundo. Era mi esposo, y el padre de Atoma.

—¿Cinia?

—Sí, amor —confirmé—. Soy yo otra vez.

Le acerqué un tazón repleto de agua, que se bebió de un solo trago. Estaba sediento.

Sonrió al volver su mirada hacia mí.

—¿Me sacarás?

Otra vez con la misma pregunta.

Las lágrimas brotaron de mis ojos, y tomé la jeringa, que tembló en mi mano derecha.

Todos debíamos arriesgar algo en beneficio propio o de los demás. Para asegurarle un mundo y un futuro a Atoma y a la gente del búnker, yo arriesgué al amor de mi vida. Eso me rompía el corazón, pero ya no podía dar marcha atrás.

—Lo siento, pero debo hacerte otro experimento —finalicé, tratando de que mi voz no temblara.

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