El Dios Escarlata

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El dios escarlata de SeoMorkast

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El dios escarlata de SeoMorkast

Sobre San Juan el cielo se había vuelto del color de la sangre diluida, el clima era helado, todo el mundo por orden de los sistemas de emergencia apagó los generadores de sus casas y cuando el crepúsculo cayó, la ciudad vivió su primera noche de completa oscuridad en siglos.
La navidad más negra que hubiesen visto.
La criatura apareció al amanecer del día siguiente: todos lo vieron acercándose a la ciudad, desde los vagabundos en las calles muriendo de hipotermia hasta los vanidosos funcionarios en lo alto de las torres. El Theodelphos era más alto que las nubes, humanoide aunque su cuerpo recordaba más a una columna humeante de proporciones inimaginables; caminaba lento pero sus pasos hacían temblar la tierra, su cabeza se veía a través de las nubes como un pequeño astro tapando por momentos el sol en un horrible eclipse. Se detuvo frente a la ciudad y se quedó allí dos horas.
"Es el diablo" habían dicho los más supersticiosos, los ancianos del siglo anterior que ni sabían como encender un transfigurador, pero sabían lo que significaba. "Aquel que se acerca demasiado a él es carbonizado y convertido en piedra".
El gigantesco ser se recostó y aplastó un distrito entero en las que se estimaba vivían al menos unas veinte mil personas, los gritos fueron tan potentes que decían que se habían escuchado al otro lado de la ciudad.
"Traiganme al científico". La voz retumbó cuando el reloj dio las diez en punto; una voz más fuerte que el sonido de un cohete al despegar o un fusionador condensándose. Hombres, mujeres y niños por igual sintieron el pitido sordo que reemplazó su audición, algunos cayeron desmayados de la impresión, otros quedaron sordos de por vida, otros sintieron ataques de pánico incontrolables y otros no lo soportaron y se pegaron un tiro en la cabeza. Los perros lanzaron aullidos lastimeros y saltaron de los pisos superiores de las torres al vacío o se zambulleron en el agua enloquecidos del dolor, las aves cayeron en pleno vuelo o de sus nidos y sangre y plumas cubrieron las calles. La comunicación por banda ancha cayó. El caos tomó su lugar tal cual se predijo.
Los humanos hablaron con el Delfín, que era el físico encargado de la provincia y se encontraba en la ciudad a la hora de la catástrofe. El Delfín era un hombre sensato de rostro meditabundo y cabello medio coloreado de canas, él supo de inmediato que debía ir él y tomó un aerodeslizador y fue sin compañía alguna al encuentro del Theodelphos insistiendo en que todos se despidieran de sus allegados. Los más amedrentados no pusieron resistencia y el científico partió. No era la primera vez que se encontraba con uno de esos, aunque sí era la primera que estaba en el radio de exposición, a riesgo de sufrir los cambios fisico-químicos. Si un dios escarlata había llegado hasta allí era porque el fin estaba cerca.
Cruzó la ciudad silenciosa, raudo como un ave y llegó hasta el distrito destrozado. Se detuvo sudoroso, visiblemente descompuesto por el viaje sin protección contra el campo electromagnético del aerodeslizador y también por el propio aura que desprendía el dios, que calcinaba cada célula y tejido hasta el punto casi inalcanzable de la transmutación en diorita y granito. A dieciocho metros de la piel nubosa y cambiante del titán se sintió ahogado y cayó de rodillas.
—Un placer verte, hombre fortaleza.— Dijo una voz a su lado de repente y él respiró.
Miró alrededor y ya no estaba el Theodelphos, solo el cielo tormentoso, los relámpagos quebrando las nubes y la ciudad a su alrededor vuelta pedazos.
A su lado había una mujer madura, vestida enteramente de rojo y negro, de cabello castaño trenzado con pequeños rubíes en decenas de rastas que le llegaban hasta la cintura, con un antifaz que representaba una mutación: una criatura deformada con una oreja, un hocico de perro y dos pares de ojos por los cuales una luz sanguinolenta se colaba; de la cabeza de ella dos cuernos largos y puntiagudos como de alabastro parecidos a los de los toros nacían detrás de sus orejas con símbolos antiquísimos tallados. Entre sus manos llevaba la matriz apagada de un transfigurador nuclear.
El Delfín al reconocerla se levantó e hizo una reverencia elegante.
—Escarlata, señora mía.
Escarlata se acercó silenciosa y le puso una mano en el hombro. Miró al horizonte turbulento.
—He cumplido mi promesa, estoy aquí para despedirme de ti.
—¿No se puede retrasar?
—Anmes, la guerra no se detiene ni se retrasa, como la sangre recorre cada una de tus venas, así la guerra recorre este mundo enfermo. Es el último camino y la llama que purifica todo.
—Veinte años y esperaba que no sucediera, tenía un poco de esperanza.
—Estaba predicho y la naturaleza no se equivoca, se le les dio advertencias del fuego nuclear. No hubieras podido hacer nada.
En ese momento el Delfín parpadeó y un resplandor potente como el mismo sol lo cegó por un segundo. Cuando la luz bajó de intensidad vio a lo lejos la gigantesca nube con forma de hongo alzándose en la bahía de San Juan, igual de alta que el Theodelphos, igual de imponente e igual de aterradora; las nubes se escabulleron y la tierra vibró, la explosión era abrumadora, un poco poética, un poco trágica.
La onda de fuego y muerte avanzó devorando todo a su paso. Las torres de la ciudad fueron tragadas por el polvo, los árboles desaparecieron, los generadores estallaron por la sobrecarga, la luz corría aquí y allá, la temperatura daba saltos destructivos, la piel del Delfín empezó a endurecerse y agrietarse, sintió sus interior solidificándose, su sangre volviéndose agua y cristales perforando sus arterias.
La onda destructiva se tragó al Delfín de la ciudad de San Juan, regente del salón de la ciencia e inventor orgulloso desde hacía veinte años de la transfiguración nuclear a poca densidad. Y ni de él, ni de la ciudad quedó nada.

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