La Visita

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La visita de Lobodepeluche

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La visita de Lobodepeluche


El anciano frente a mí, que hace un momento se me había quedado mirando con una expresión entre cándida y nostálgica, de pronto se adentró en mi casa sin ser invitado. Procedió a tomar posesión de mi laboratorio. Lo puso patas arriba en su aparente búsqueda por un objeto o artilugio que, por la pila de tuercas y engranajes que estaba dejando tras de sí, parecía no ser capaz de localizar. Semejante falta de modales me hizo comprender que se trataba de un enemigo, que andaba detrás de alguno de mis inventos. No sin antes maldecir el día en que decidí abrirle la puerta, concluí que necesitaba un plan.

Era precisamente durante este tipo de situaciones límite que se ponía a prueba el valor y la entereza de los sofisticados caballeros como yo. Al fin y al cabo, el arte de expulsar invasores de tu hogar requería de suma precisión en las formas o se corría el riesgo de encender la mecha de una espiral de violencia innecesaria. Saqué mi mejor artilugio del bolsillo de la gabardina y me aproximé sigiloso, con la intención de atizarle en la cabeza. Un pasito, luego otro, luego otro... parecía tan fácil que yo me preguntaba si no estaría como la rata en el laberinto, atrapado en alguna suerte de plan retorcido que desconocía.

Por fortuna, mi acto de bizarría surtió el efecto esperado. Pude inmovilizarlo en menos tiempo del que se tarda en leer estas líneas, pero eso no acababa con los problemas que esta situación me causaba. ¡Ni muchísimo menos! El muy pícaro había llamado a mi puerta con una serie de dos, tres, uno y dos golpes, o sea, la combinación correcta para el viernes por la tarde. Ahora necesitaba descubrir cómo había sido capaz de desencriptar mi código de seguridad personal e intransferible.

Lo senté en una silla de mimbre y exclamé:

—Oye, ¿cómo has sido capaz de desencriptar mi código de seguridad personal e intransferible? —Enfaticé el cómo, para hacerle aún más partícipe de su imperdonable transgresión.

Uno pensaría que con eso debería bastar para destruir las defensas de un hombre normal; que cualquier individuo común, que se encontrara en la misma situación, rompería a llorar atormentado por la vergüenza, pero él no era tal cosa. Lejos de amedrentarse, ordenó a los músculos de su rostro que dibujasen una sonrisa burlona y replicó:

—Para empezar, si tu código secreto es tan seguro que solo lo conoces tú, más te valdría no tener código alguno. Al final, con o sin él, no dejas pasar a nadie bajo ningún supuesto. Tenerlo te expone, además, a que sea reventado, y eso a un caballero tan inteligente y respetuoso con sus propias normas como tú, lo coloca en una peligrosa posición de vulnerabilidad.

Obnubilado por aquella impactante exhibición de sabiduría sexagenaria, de un hombre capaz de reconocerme como el auténtico intelectual que era y, pese a todo, corregir mi lógica, bajé la guardia. Fue entonces cuando tuvo lugar el siguiente de los fenómenos insólitos: mi némesis, no sé cómo, logró desatarse solito.

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