Ciudades De Sangre

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Ciudades de sangre de Ignacio_Calama

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Ciudades de sangre de Ignacio_Calama


El Proyecto Ekaterimburgo ("Eka" abreviado) culminó junto a la Tercera Guerra, tal como temíamos... desapareció por fin el último vestigio de la desgastada guerra fría y su política de bloques. Pero toda su cura resulta hoy peor que la enfermedad.

Hace poco más de tres años Rusia nos reclutó para desarrollarla. No hubo físicos como en el Manhattan, sino bioquímicos y genetistas. Para ganar la guerra no tenía sentido usar armas nucleares; se volvían fácilmente contra uno, nunca se sabía qué países de veras las tenían ni en qué cantidad; lo peor: mataban cientos de miles de personas en instantes y los daños ambientales eran irreversibles. Pero al desarrollar un arma inédita casi todas esas dificultades desaparecían. Nuestra meta era fabricar una bomba mutágena; un dispositivo de tortura masiva e instantánea que dejaría vivas a sus víctimas. Tal horror obligaría a rendirse a los americanos; el fin de acortar la guerra justificaba tal medio.

Las consecuencias del Proyecto Eka me perseguirán hasta mi último instante. Me uní en marzo del 2046 y trabajé en Moscú a las órdenes de Sofía Araya, doctora en bioquímica de ascendencia chilena. Pobre de ella... En el laboratorio trabajamos para hallar un agente de fácil dispersión que alterara los genes específicos de la morfología. Pero, con los meses, los americanos habían conquistado demasiados puntos estratégicos del Pacífico, y el apuro nos hizo cambiar de curso a uno más rústico. El agente sería cancerígeno, fulminante y mortal solo al mediano plazo.

Las primeras pruebas se realizaron en el 2048 sobre población animal. Vi estallar y esparcirse por los kilómetros de campo una neblina blancuzca y repugnante. Por satélites y drones vimos sus efectos: toros, yacks, asnos, caballos, todos incapacitados y cubiertos de tumores. Creímos que era el fin, pero el ejército insistió en que no se usaría aún. Querían algo más impactante. A finales de ese año se hizo la prueba definitiva en la Bandera de Chen Barag, Mongolia Interior. Miles de animales quedaron irreconocibles, convertidos en masas amorfas de pelo y cáncer. Seguían vivos, se les sacrificó solo días después entre sus horrendos alaridos. Araya nos juró en el laboratorio que jamás el mundo nos perdonaría. ¡El mundo! Sin renunciar a su cargo, ella cesó toda actividad científica y algunos la imitamos.

Lista el arma, todos los equipos científicos dispersos en Rusia y China estaban de acuerdo en no usarla sobre civiles. Pero esa no es excusa para salvar mi alma. Queríamos usarla sobre los campos ganaderos de Estados Unidos como demostración, resultando sus granjeros meros daños colaterales. Antes de que pudiéramos tomar cualquier precaución, los militares nos quitaron todo el proyecto.

El 5 de febrero del 2049 la "Bomba del Invierno" estalló sobre Salem, Oregón; el día 7 estalló la "Peste Blanca" en Sacramento, California. Sucumbieron casi quinientos mil, oh, mas Estados Unidos no se rindió. Con nuestros aliados, Rusia desplegó otras sesenta bombas en Francia, Gran Bretaña, Canadá, Brasil, Argentina... sucumbieron quizá treinta millones de personas en una semana. Nos llegaban videos y fotos filtradas de todo el mundo. Cuando se aclaraba el aire, las ciudades se mostraban embarradas de sangre y pus, llenas de cuerpos hinchados hasta la mutilación, gritando y arrastrándose, unos pocos en pie intentando escapar. No había distinción entre humanos y animales, ¡todos reducidos a masas deformes! Ni los ángeles estaban listos para socorrer a nadie en tal catástrofe. El 16 de febrero Estados Unidos aceptó los términos de la rendición.

Este es el resumen de mi primer horror. Quizá mi vida hubiera podido seguir, pero lo que sucedió después me orilla hoy al suicidio.

El 2 de marzo, Sofía Araya nos reunió y dirigió al Gran Palacio del Kremlin a pedir explicaciones. Con amenazas nos echaron. Al día siguiente, nos reunió en otro laboratorio para desarrollar una cura. Ya sabíamos que era imposible. Mientras discutíamos, en las noticias aparecieron imágenes de Santiago, Chile, última ciudad víctima del Proyecto Eka. Araya corrió al baño, alguien por piedad apagó el holovisor, otros siguieron revisando sus móviles. Todo aquello me parecía el cumplimiento de una maldición.

Entonces oí un lamento lejano, algunos en la sala también lloraban. Natural, hasta que el lamento mutó en grito gutural. «Ocurrió un accidente afuera» nos dijimos. El grito dejó de ser grito, luego era... un bufido, un ronroneo doloroso, de nuevo un lamento. «Viene del baño de damas» gritó alguien, y corrí yo en primer lugar por el pasillo hacia esa puerta. La derribé.

Tres o cuatro vimos en el suelo una jeringa vaciada de nuestro agente mutágeno, y los restos de Araya retorciéndose sobre el váter con la puerta abierta. Vi su boca abierta gorjeando, sus extremidades cada vez más abultadas, su ropa cediendo ante los globos de piel, su rostro y toda su anatomía desapareciendo bajo un mar de cáncer en solo segundos. Me agarroté. Cuando ella intentó alejarnos y cayó con un ruido seco al piso, cerramos la puerta. Nadie más debía verla. Acabó por transformarse en un gusano obeso y chapoteante. Mandamos a uno a buscar un desintegrador; temblando, en un instante acabé su dolor.

Cuando se retiró el cuerpo, hallaron una breve nota: «Ya maté a millones, me mato yo también para completar mi obra». Oh, ¡qué demonio la impelió a torturarse así! En mis pesadillas, Sofía Araya se multiplica en las ciudades bañadas de sangre, con la misma forma, los mismos sonidos, la misma sorpresa espantosa. Treinta millones que sucumbieron en una semana, no puedo seguir viéndolos.

Rusia y China se quedan ahora con las reservas de recursos, pero no los aprovecharé yo. Dejando este mundo, me aterra también pensar en el futuro de mi especie. Hiroshima y Nagasaki nos detuvieron solo las décadas suficientes para que se agotaran el agua y el petróleo, ¿y qué va a pasar cuando se acaben el cobre y el litio, las abejas, la carne, el grano, el gas natural, el aire respirable...?

¿Qué se va a inventar para detener esa guerra?

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