Muñeca

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Muñeca de Nozomi7

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Muñeca de Nozomi7

La noche llegó

El destello de la luz de neón, que palpitaba tenue en aquella habitación, se diluyó después de su respiración. Había decidido que saciaría su deseo de lujuria por última vez.

Movimientos acompasantes, pero faltos de ser emocionantes, se sincronizaban entre ambos. Su cuerpo se agitaba, como triste bailarín en una danza muerta, para finalmente desfallecer sobre ella. 

Había intentado, aunque sea por última vez, buscar un halo de vida en aquellos ojos que lo miraban fijos. Pero, como antes, como ahora, ella no mostraba mayor conexión. Solo expresaba gemidos fingidos, a través de esos labios fríos, que lo llevaban a la desesperación. 

 Frustrado. Cansado. Agobiado; esperó a que aquella mujer durmiera, para después encargarse de que, ahora sí, falleciera. 

—¡¿Por qué tú no puedes ser ella?! —gritó como un desbocado al momento de intentar acabar con el último halo de vida de aquella muñeca, al apretar su cuello sin piedad. 

Aunque estaba programada para complacer en todo lo que el comprador quisiera, incluida en prácticas sexuales poco convencionales, no era que no tuviera voluntad, en lo absoluto. Al contrario, si bien había sido fabricada para servir de mero complemento sexual, ella sentía, ella percibía, ella quería. Pero, para llegar a esta emoción, en su máxima (y deseada) expresión, debía pasar por ciertas etapas que, su ahora asesino desconocía, y que lastimosamente muy tarde descubriría.

 —Te quiero —fue lo último que le pudo decir para luego llegar a su fin...

El hombre derramó una lágrima y suspiró. Se apartó de aquel cuerpo inerte. Miró por la ventana hacia la gran urbe y se dio cuenta de que algo había llegado: la noche con él. 

Ciudad de Noche

Viento susurrante, que camina a través de nubes cavilantes, amenazaban contra aquel caminante. Con la mano roída, junto con aquel cuerpo muerto que le daba la bienvenida, entró rápido a su guarida.

‹‹¡Largúemonos!››, gritó en su interior.

La puerta del air car se cerró de improvisto de arriba abajo y cualquiera que la escuchase hubiera salpicado de temor.

Pero para aquella ciudad, en donde sus habitantes reparaban en ninguno, aquel hombre era uno más. Su existencia era vacua, tal cual los arrabales que se mostraban con dignidad.

Gente pidiendo limosna al pie del puente de Mijas era una más. Obreros explotados, a cambio de aceptar un plato de comida, cruzaban la autopista A-7 para dirigirse al bar. Prostitutas clandestinas se mostraban junto al polígono en su sensual caminar. Lujosos edificios con letreros de neón surcaban por lo alto para ver quién llegaba a más. Barcos de neón tambaleantes, llenos de traficantes, escapaban de la guardia de alta mar.

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