Capítulo 46: Salve y Adiós

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El valle era más hermoso en la realidad de lo que había sido, algo en él había cambiado: No había maldad de Valentine.  Quizás era la brillante luz de la luna dando un color plateado al río que atravesaba el verde suelo. Abedules blancos y álamos salpicaban los costados del valle, estremeciendo las hojas bajo la fresca brisa; hacía frío arriba en el cerro, sin ninguna protección del viento.

Las laderas eran engañosamente empinadas y estaban cubiertas de traicioneros guijarros sueltos. Cuando por fin Jonathan llegó al fondo del valle, tenía las manos ensangrentadas allí donde habían caído sobre la gravilla suelta en más de una ocasión. Se las lavó en las limpias y veloces aguas del arroyo; el agua estaba espantosamente helada.

Cuando se irguió y miró a su alrededor, advirtió que contemplaba el valle desde un ángulo distinto al que había tenido en la visión localizadora. Vio un retorcido bosquecillo con ramas entrelazándose y las paredes del valle alzándose por todos los lados, y vio la casita, esa donde vivió toda su vida.

Las ventanas permanecían oscuras y no surgía humo en la chimenea. Sintió una punzada mezcla de alivio y decepción, porque toda su vida se había perdido. Su vida se había perdido en una venganza que ni siquiera era suya, pero terminó con su vida.   

A medida que se aproximaba se preguntó qué había habido en la casa, que en su visión  le había parecido tan fantasmagórico. De cerca, no era más que una granja corriente de Idris, construida con bloques de piedra blanca y gris. Los postigos habían estado pintados en una ocasión de azul intenso, pero parecía como si hubiesen transcurrido años desde que alguien los hubiera repintado. Estaban descoloridos y los años habían desconchado la pintura. Alcanzó una de las ventanas, se encaramó al alféizar y atisbó por el empañado cristal.

Vio una habitación grande y ligeramente polvorienta con una especie de banco de trabajo que ocupaba el largo de una pared. Las herramientas que había sobre él no era de las que uno usaría para trabajos artesanales; eran las herramientas de un brujo: montones de pergaminos tiznados, velas de cera negra; gruesos cuencos de cobre con un líquido oscuro seco pegado a los bordes; una variedad de cuchillos, algunos tan finos como punzones, algunos con amplias hojas cuadradas. Había un pentagrama dibujado con una tiza en el suelo, con los contornos borrosos, cada una de las cinco puntas decorada con una runa diferente.

A Jonathan se le hizo un nudo en el estómago… Al ver su casa empezó a redescubrirla nuevamente. Cómo si nunca hubiese estado ahí, como si nunca hubiera vivido ahí.

Se deslizó fuera del alféizar, aterrizando en un pedazo de hierba seca… Esta crujió bajo sus pies.

La luna estaba alta, lo que eliminaba la necesidad de una luz mágica para poder ver, manteniéndose en el linde de los árboles. La pared del valle se alzaba hacia el cielo en forma de escarpada pared de roca gris.

Doblado en una incómoda posición medio acuclillada, en su lugar se concentró en no romperse una pierna. Tenía la camiseta empapada de sudor cuando por fin alcanzó el borde del valle.

Las estrellas no brillaban en ninguna otra parte como lo hacían en Idris… Y no brillaban en aquel momento. La luz mágica revelaba docenas de centelleantes depósitos de mica en la roca a su alrededor, y las paredes se habían iluminado con brillantes puntos luminosos. Éstos le mostraban que estaba en un espacio estrecho excavado en la roca misma, con la entrada de la cueva a su espalda y dos túneles oscuros que se bifurcaban delante.

Jonathan pensó en las historias que su padre le había contado sobre héroes perdidos en laberintos que usaron cuerda o cordel para encontrar el camino de vuelta, y matar a las personas. Su padre lo entrenó para ser el mejor luchador, nunca lo entrenó para amar.

Se acercó más a los túneles y permaneció en silencio un largo rato, escuchando. Oyó el gotear del agua, tenue, desde algún lugar lejano; el fluir del arroyo, un susurro como de alas, y… voces. Retrocedió violentamente. Las voces venían del túnel de la izquierda, estaba seguro. Pasó el pulgar sobre la luz mágica para atenuarla, hasta que ésta emitió un tenue resplandor, justo el suficiente para iluminar el camino. Luego se lanzó al interior de la oscuridad.

Estalactitas enormes, con las superficies tan bruñidas como gemas, colgaban de un elevado techo acanalado de piedra. El suelo estaba tan liso como si lo hubiesen pulido, y aquí y allá alternaba con dibujos arcanos de centelleante piedra con incrustaciones. Una serie de toscas estalagmitas trazaban un círculo alrededor de la estancia. Justo en el centro se alzaba una única estalagmita enorme de cuarzo, que se elevaba desde el suelo como un colmillo gigantesco, decorada aquí y allá con un dibujo rojizo.

Escudriñándola más de cerca, Jonathan volvió a ver  que los lados de la estalagmita eran transparentes, y que el dibujo rojizo era el resultado de algo que se arremolinaba y se movía en su interior, como un tubo de ensayo de cristal lleno de humo de color. Muy en lo alto, se filtraba luz hacia abajo procedente en un agujero circular en la piedra, una claraboya natura. La estancia, desde luego, había sido planeada, y no fruto de la casualidad, los intrincados dibujos que recorrían en el suelo lo dejaban claro. Recuerda haber excavado una cámara subterránea tan enorme con Valentine.

Recordó a su padre a Valentine, todos estos años hablándole de sus planes de destruir a todos los nephilims. La imagen de Valentine se formó en su mente: tenía el mismo aspecto de siempre: el de un hombre fuerte con un equipo de cazador de sombras modificado, con las amplias y fornidas espaldas en desacuerdo con el rostro de planos agudos y facciones delicadas. Tenía la Espada Mortal sujeta a la espalda junto con una voluminosa cartera, y llevaba un cinturón amplio con numerosas armas metidas en él: gruesas dagas de caza, fino puñales, y cuchillos de despellejar.

La expresión de Jonathan era nostálgica, pero había algo calculado por debajo de ella, algo despectivo, codicioso, planificado y extrañamente, deliberadamente… frío. Recordó como Valentine acariciaba su mejilla, en un gesto veloz y manifiestamente afectuoso, antes de apartarse y marcharse hacia el otro extremo de la caverna, donde se congregaban espesas sombras.

-El mismo hombre que te educó a ti me educó a mí. Sólo que él no se cansó de mí después de los primeros diez años.

—¿A qué te refieres? La voz de Jace surgió en un susurro, y luego, mientras miraba fijamente el rostro inmóvil y adusto de Sebastian, pareció ver al otro muchacho como si lo hiciera por primera vez —el cabello blanco, los ojos de un negro antracita, las duras líneas del rostro, como algo cincelado en piedra—y descubrió en su mente el rostro de su padre tal y como el ángel se lo había mostrado; joven, perspicaz, alerta y ávido, y lo supo.

—Tú —dijo—. Valentine es tu padre. Eres mi hermano. Pero Sebastian ya no estaba de pie delante de él; de pronto estaba detrás, y sus brazos rodeaban los hombros de Jace como si quisieran abrazarlo, pero las manos estaban apretadas en forma de puños.

—Salve y adiós, hermano mío —escupió, y entonces los brazos dieron un fuerte tirón hacia arriba y se apretaron más, cortándole la respiración a Jace

Ahora ya no tenía familia. Nada que le importara. ¿Qué podía hacer? Nada.

Comenzó a observar las estrellas y mirándolas quietamente se quedó dormido viendo el cielo azul, casi oscurecido. 

Si no puedo reinar en el cielo. -Final Alternativo de COHF (Reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora