V: Fango, lodo y barro

133 71 23
                                    


Arian Betancourt

—¿Que vais a hacer con él, señor Grimm? —oyó una voz.

Arian empezaba a volver en sí, pero estaba muy desorientado. Una luz amarillenta proveniente de alguna antorcha le golpeaba en los ojos y sentía que los párpados le pesarban más que un saco de trigo. Tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba atado de manos y pies, y sudaba tanto que parecía que le hubiesen tirado dos cubos de agua.

—No lo mataré... —se oyó otra, pero esta era conocida— Sería un desperdicio. Lo mandaré a los pozos para que trabajara día y noche. Según me han dicho necesitan personal. Es joven y fuerte, deberíamos aprovecharlo.

Abrió los ojos lo máximo que podo y diferenció dos siluetas. Estaban en un lugar oscuro hecho de piedra, solo alumbrado por una antorcha colgada en la pared. Había mucha humedad y el calor era asfixiante, como si estuvieran dentro de una nube de fuego. Un aroma desagradable le llegó. Parecían heces. Tal vez de los antiguos prisioneros que se encontraban allí antes que él.

Soltó un gemido de dolor al sentir una punzada en la cabeza y eso sobresaltó a los dos hombres. Sólo inclinaron la cabeza hacia él, pero no dijeron nada.

Sí, uno era el de la otra noche, el más viejo de los dos. Grimm, le pareció escuchar. Pero el otro no lo reconocía.

Arian tragó saliva. No sabía dónde estaba ni en el lío que se había metido. Notó como el pecho se le enconjía y la garganta le ardía.

Tenía miedo.

—¡Camina, niñato! —gritó alguien a su espalda mientras le proporciona a una patada para que no se detuviera.

Tenía las muñecas hinchadas y rojas, con quemaduras en cada zona donde sobresaliera algún hueso. Pero estaba tan aturdido que ni si quiera se preocupaba de eso.

Había hombres por todos lados, con las vestiduras rotas y cicatrices en sus rostros, unas viejas y otras recientes. Trabajaban si parar, picando piedra o madera, cortando troncos y limpiando objetos. Todo esto sobre una superficie de barro que impedía que caminaran con facilidad y guardias en cada esquina con algo que parecían ser látigos. De ves en cuando distinguía como uno de ellos golpeaba con el objeto a los criados y ellos dejaban escapar un grito arrollador.

No veía mujeres, o al menos no por ahora.

No sabía exactamente qué hacían con ellas, seguro las entregaban a un prostíbulo o a las casas de placeres. Tal vez la adiestraban para complacer a los de más alta sociedad o como criadas, también para ellos.

—¡Atención, caballeros y caballeros! —gritó uno de los soldados, que estaba encaramado sobre un estandarte. Todos detuvieron sus trabajos y tiraron sus hachas y picos e inmediatamente levantaron sus cabezas hacia él. Estaba claro que esto pasaba muy a menudo. Arian hizo lo mismo, intentando ignorar los latidos intensos de su corazón— ¡Tengo dos noticias para ustedes! Una buena y una mala, así que no se alarmen... La mala es que los dos turnos de comida pasarán a convertirse en uno —se escucharon quejas por todo el lugar— Y la buena... —soltó una risa—. Bueno. La buena es que el trabajo se duplicará y las horas de descanso se acortarán.

Los guardias soltaron carcajadas desde sus posiciones y el resto de esclavos dejaban expresar caras de auténtico disgusto. Arian miró a su al rededor. ¿Pero a dónde había llegado a acabar?

—Menudo chásco... —susurró alguien a su derecha mientras el resto de personas retomaban sus puestos de trabajos.

Arian no pudo evitar observarlo. Era un chico joven, incluso más que él. Era negro, delgado y con el pelo muy corto, casi al rape. Sus labios eran gordos y marrones, al igual que su nariz y boca. Pero lo que más le llamaba la atención a Arian era su corte en el lado izquierdo del rostro. Tenía costra y sangre seca, y atravesaba el lateral de su mejilla desde el final de la ceja hasta su mandíbula.

Sangre y fortunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora