Arian BetancourtTricas se retorcía de dolor al recibir un puñetazo por parte de su oponente, Otto.
—¡Me rindo! ¡Basta! —gritó el chico.
Otto era mucho más grande y musculo que el resto de personas que le rodeaban, pero no sabía luchar. Arian, probablemente, era el único que se fijaba en sus movimientos, ya que había aprendido mucho a cerca de la lucha cuerpo a cuerpo.
El resto de esclavos bufaron al llevarse esa decepción. Tricas se había rendido nada más empezar y eso no proporcionaba mucho entretenimiento para los espectadores. A la hora de descanso, cada día, era tradición convocar a dos de los hombres del lugar para que luchen entre sí, y ese día, después de poco más de un mes, le había tocado a Tricas que, estúpidamente, aceptó.
Arian suplicó para sus adentros que todo esto acabar. Odiaba esos combates, eran realmente estúpidos. Ya llevaba allí mucho tiempo y la herido de su mano que se había hecho el primer día que llegó se había curado, aunque la cicatriz del agujero jamás se iría. Sabía cómo funcionaba todo en el lugar, pero todavía no había descubierto la manera de escapar.
Se faz se había llenado de bellos. La higiene, la alimentación y la salud de ese calabozo era nula, por no decir horrible. Los guardias no tenían morales; disfrutaban esclavizando a esos hombres.
—¡Eh! ¡Se acabó el descanso! —gritó el líder del lugar, que con el tiempo Arian se había aprendido el nombre. Ezra. Su nombre era casi tan feo como él. Por suerte no se le presentó la ocasión de pronunciarlo—. ¡Lucháis como una panda de mujeres inútiles! Es ridículo...
—¿A caso habéis visto a una mujer luchar? —preguntó Arian, sin darse cuenta.
Ezra se dio media vuelta y lo miró fijamente, convencido de que había sido él. El resto de los presentes se callaron y solo se escuchó el sonido de las pisadas del soldado en el barro, acercándose a él.
—¿Qué has dicho?
—Si habéis visto a una mujer luchar —hizo una pausa—. Porque yo no.
Ezra miró al resto de prisioneros con una sonrisa malvada.
—Ya veo que siguen quedando héroes que se quieren hacer los duros. ¿Te crees atrevido, niñato?
Arian no contestó. Con el paso del tiempo en el calabozo había aprendido a controlar el miedo. Si hubiera tenido esta conversación mes y medio antes, sin duda le temblarían las rodillas.
—Está bien —soltó una carcajada y levantó las manos en símbolo de rendición—. Ya que eres tan audaz, tengo una cosa para tí, guerrerillo. Quiero que esta vez luches de verdad, con una espada de acero, contra... —señaló uno de los guardias—. Nuestro querido amigo.
Arian, a pesar de que era lo último que quería, aceptó. Todos, incluso Tricas, se quedaron observando como el chico intercambiaba la posición con el soldado, hasta quedarse él en medio del círculo junto a su contrincante.
Todos susurraron y se miraron entre sí.
—Y para hacerlo más interesante. Te ofreceré un trato. Si tu ganas, podrás elegir lo que desees, incluso la libertad —soltó otra risilla mientras miraba el resto de personas—. Pero, pero, pero... Si pierdes, todos los presentes sufrirán las consecuencias. No habrá descansos, no habrá comida y cada uno de ellos serán castigados con diez latigazos, al igual que tú. Todo esto, claro, si no morís en el intento.
Era evidente que Ezra sabía lo que quería, pero su fe en el desconocimiento sobre el arte de la espada del chuco lo había cegado.
Arian dudó, afectado por las miradas de súplicas de sus compañeros. Llevaba ya bastante tiempo sin tocar una espada y tal vez eso sería perjudicial.
Pero de todas maneras, aceptó.
—¡Estás loco! —gritó uno de los esclavos—. ¡Nos vas a matar a todos, muchacho!
Su voz pareció triplicararse hasta que todos los hombres en el calabozo le gritaban groserías o llantos. Era muy comprensible, al menos para Arian, tanto que por un momento se arrepintió, ya que ponía en peligro a muchas personas y tenía miedo de que todo haya sido por su orgullo.
Arian miró a Tricas. Ese joven que se había convertido en su mejor amigo le miraba aterrorizado y sorprendido al mismo tiempo, igual que Ezra.
Uno de los soldados le lanzó una espada, que la cogió al vuelo, y disfrutó de la antigua y agradable sensación. Su adversario, con una cara de diversión, se acercó hacia él y lo apuntó con la hoja metálica.
—¿Seguro que quieres hacer esto, niñato? Tu ego te ha llevado a un terreno equivocado.
Arian no contestó, tan solo hizo varios movimientos con el arma hasta que la pelea comenzó.
El guardia le lanzó un espadazo, que logró esquivar. Era evidente el entrenamiento de su rival, pero era muy parecido al de Geoff, como soldado jubilado, y eso lo hacía mucho más fácil.
Las espadas se chocaban una y otra vez durante minutos, provocando un ruido al que estaba muy acostumbrado.
Al intentar esquivar otro golpe, no logró alejarse demasiado y a consecuencia se ganó un corte debajo del labio inferior que consiguió enfadarle.
Corrió hacia él y cuando estuvo a punto de chocarse, se agachó y se deslizó sobre el barro junto a los pies del guardia, con la espada en posición y rasgado todo aquello que tocaba, en este caso, sus pies.
Los tejidos inferiores del hombre salieron al exterior, dejando un rastro de sangre y glóbulos babosos que callejón al barro acompañado de su grito.
Arian aprovechó la ocasión, se levantó del fango y le clavó la espada teñida de rojo en el corazón. Sacó fuerzas, que había perdido a causa de la malnutrición del lugar, y agarró el mango con las dos manos. Tiró de él hacia avajó, soltando un gruñido hasta rajarle del pecho al abdomen.
Al final, le pegó una patada y el cuerpo se desclavó del arma mientras que los intestinos, tripas e incluso varios órganos se asomaron por la enorme abertura. Se quitó el pelo de la cara, que estaba salpicada de sangre, con un ágil movimiento de cabeza.
Nadie lo celebró, porque ni el más idiota lo esperaba.
Arian, jadeante, miró directamente a Ezra, que parecía de piedra y pronunció con detalle cada palabra.
—No deseo la libertad —inspiró aire—. Quiero que me alistes en el ejército de la corte real.
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Sangre y fortuna
RandomEl cosquilleo de su estómago no hacía más aumentar, y su mano temblaba aún más cada vez que intentada detenerlo. Era irónico. La gente lo conocía como uno de los hombres más valientes y osados de toda la nación, pero a penas podía controlar los lati...