Hazel Shalow¡Por fin, maldita sea!
Ya ni recordaba los días que llevaba dentro de ese maldito carruaje escoltada por completos idiotas. ¡Y por fin ya habían llegado a la frontera!
No podía dormir. Nunca lo hacía.
Da igual lo cómodo que estaba el carro o lo adornado que fuera, lo máximo que podía descansar era una hora, y con suerte. Pero eso ya no importaba. Se suponía que debería aterrarla, entrar en un lugar plagado de personas que querían matarla, pero no era así. Solo quería que toda esta aventura despiadada acabase.
La noticia de su escudero, Arian, le alegró de inmediato, pero la cara de preocupación del chico impidió que siguiera celebrando.
Había estado raro los dos últimos días, desde que le ofreció la manzana. No sabía que había ocurrido con los demás soldados o si simplemente era cosa suya, pero no era como antes.
Tal vez estaba cansada. Ella también lo estaba.
—Es un lugar peligroso, mi reina —dijo simplemente.
Por la ventana primero había observado de lejos un pequeño rebaño con un pastor cuidando de los animales. Hasta que uno pasó a convertirse en dos, en tres y llenarse todo el camino de cabañas y personas caminando de un lado a otro.
Pronto estuvieron dentro de la ciudad, que era muy similar a Palinn, excepto por ciertos detalles como el color de piel de los habitantes, que era más oscuro, la manera de hablar y su extraño acento y la cantidad de mendigos que habían en cada esquina.
Todas las miradas se posaron en ellos. Hazel, a su parecer, sabía que los carruajes eran demasiado llamativos. No lo veía en absoluto necesario, pero como reina, debía anunciar su llegada de la manera más glamurosa posible.
Inclinó un poco la cabeza por la ventana para ver el castillo. Era muy diferente al suyo, eso estaba claro. Este era de piedra oscura y más pequeño, pero contaba con una torre que sobresalía de los muros, en medio del edificio.
El choque de una piedra contra a pocos centímetros de ella la hizo volver a la realidad.
—¡Volved a vuestro palacio! ¡Ladrones de niños! —gritó el valiente que lo había arrojado.
Hazel se metió dentro del coche, sin poder mover ni el meñique, quieta y asustada al mismo tiempo. Pasaron minutos hasta que el carruaje se detuvo y el bullicio de las personas se detuvo. Uno de sus soldados abrió la puerta y le indicó que ya podía bajar. Y así hizo.
Habían llegado a un lugar amplio con construcciones hermosas y una escalera hasta una puerta gigante.
Arian se le acercó e interrumpió sus pensamientos.
—No os separéis de mí —ordenó, mirando impresionado y preocupado el exterior.
Y ahí estaba otra vez. La manera en que la hablaba, por lo que ella dedujo que no era noble. Era un orden. Y estaba claro que no podía hacerlo. A ese chico le daba igual la posición que tenía cualquier persona.
Le daba totalmente igual.
—No lo haré.
—Bienvenidos —saludó un hombre que vestía con largas vestiduras oscuras, que combinaban con su color de piel. Se acercó a Hazel e hizo una reverencia— Majestad.
Por el rabillo del ojo vio cómo Arian esbozada una sonrisa traviesa e intentaba contenerla en vano. Sabía que no le gustaba que le llamasen de ese modo.
—Yo soy Yered Knell —continuó diciendo. Hasta un niño podría reconocer que era leilani tan solo con escuchar su nombre—. Os agradecemos infinitamente que hayáis aceptado nuestra invitación.
—Por supuesto, señor Knell.
—Llamadme, Yered, por favor, alteza.
El hombre no era muy alto, ni tampoco contaba con abundantes cabellos, pero era agradable a la vista. Se dio media vuelta y les invitó a seguirles. Hazel se percató de que Arian no le gustaba la idea. Estaba muy serio, más de lo normal. Miraba por todos lados inspeccionando cada persona que pasara por su lado, incluso sus propios compañeros de guardia.
—Alteza —se le acercó uno de sus soldados, que tenía un aliento repelente a vino y el pelo largo y sucio—. Si deseáis os acompañaré en todo el trayecto.
Hazel sonrió y asintió. Tenía miedo, lo aceptaba. Pero tal vez todo era mucho mejor de lo que ella pensaba. Al fin y al cabo parecían tratarla de buena manera y tenía diecinueve hombres cuidando de los caballos y carruajes y otros dos escoltándola.
¿Qué podría salir mal?
—¡Por aquí, majestad! —repitó Yered.
Los tres lo siguieron, ella en el medio y los otros dos detrás. El palacio leilani era muy bonito, pero le gustaba más el suyo. No sabía mucho sobre ese país, pero si había escuchado historias terribles sobre ellos. Decían que para ser caballero debían cortarse ellos mismo la mitad del dedo meñique con una mordida. No sabía si era cierto, al menos hasta que su padre se lo confirmó. ¿Cómo podía ser cierto? Era algo horrible.
Llegaron a unos aposentos. Lo más bonitos que había visto en su vida.
—Descansaréis aquí hasta que se celebre la reunión—comentó Yered— Esperamos de todo corazón que sea de su agrado.
La decoración era muy diferente que la de Palinn, sin duda, pero no por ello era desagradable a la vista. La cama era de color rojo escarlata y a su lado sus respectivos muebles necesarios en todo dormitorio. Lo que más le llamó la atención era la pared lateral derecha, que tenía un efecto de sangre un poco extraña. Un líquido rojo ya incrustado a la piedra parecía chorrear desde la parte superior. Cuando Knell se hubo marchado, lo primero que hizo fue acercarse y su escolta Arian también, mientras que el borracho de pelo largo vigilaba la puerta.
—¿Creéis que es de verdad? —le preguntó a su fiel soldado.
Él se quedó mirándolo y pasó su dedo índice por la roca manchada.
—Sí... —susurró—. Si no fuera de verdad no adoptaría ese color negruzco.
Hazel asintió levemente con la cabeza y sintió unas pequeñas náuseas en el estómago. Se dio media vuelta y caminó hacia la pared paralela a esa, donde relucía una enorme ventana con vistas a toda la ciudad. Era bonita, lo admitía, pero las casas eran más pobres y había más basura y desorden en las calles.
Sintió el calor de su acompañante en la espalda y se inclinó para mirarlo.
—¿Qué os ha pasado en el cuello? —preguntó al ver que tenía un fino corte en la piel.
Arian no contestó y siguió mirando a su alrededor. No sabía que le había pasado para que estuviera tan desconfiado.
—No confío en ellos —susurró, después de un instante de silencio, mirando al su guardia de la puerta.
—¿En quién? ¿En los leilanis o en mis escoltas?
Arian clavó sus ojos verdosos en ella.
—En ninguno de los dos.
ESTÁS LEYENDO
Sangre y fortuna
RandomEl cosquilleo de su estómago no hacía más aumentar, y su mano temblaba aún más cada vez que intentada detenerlo. Era irónico. La gente lo conocía como uno de los hombres más valientes y osados de toda la nación, pero a penas podía controlar los lati...