XIII: Una corona para ella

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Hazel Shallow

26 horas antes

—¿Cómo? —gritó Louis mientras Hazel y los soldados caminaban de prisa por los pasillos de palacio para llegar a la habitación donde se había encontrado muerto su hermano.

—Se ha ahorcado, mi señor —contestó uno de los guardias reales.

Cuando por fin llegaron, Hazel sintió un escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Estamos seguros de que ha sido un suicidio? —preguntó la chica.

—Sí, mi señora. Los sirvientes nos aseguraron que nadie entró en toda la noche.

Con eso no bastaba, al menos no para ella, pero no dijo nada más. Louis abrió la con la mano y el cuerpo sin vida de su hermano yacía en el suelo con una soga amarrada al cuello. Alguien, evidentemente, cortó la cuerda que colgaba del techo, pero el rey ya había muerto.

Uno de los caballeros, en el momento más inapropiado se dirigió a ellos y se arrodilló, sin ni si quiera decir ni una palabra. Pasó de ser una persona a todos los que les rodeaban, con la cabeza baja.

—Mis reyes...

Hazel ni si quiera lo había pensado. El rey había muerto, su hijo se había suicidado y no había dejado herencia. Por correspondencia el segundo hijo varón recibía la corona y su esposa, ella, se convertiría en la reina.

Actualmente

Hazel ignoró las reverencias de los soldados que habían en la puerta y entró en la sala real, donde se habían reunidos los hombres más sabios de todo el reino.

—¡No podéis entrar aquí, mujer! —gritó uno de los presentes.

Louis levantó la mano y le ordenó que se sentara. De todas formas Hazel no pensaba detenerse, teniendo o no la aprobación de su marido.

—Cuéntame, mi dama.

—Mi rey, solo una cosa en estos instantes y...

Un ruido al otro lado de la puerta la interrumpió. Todos los hombres en la habitación miraron hacia la entrada hasta que la madera se abrió de par en par, dejando asomar a un chico que parecía fatigado. Había burlado a los guardias, ya que, como había dicho antes uno de los consejeros reales, no se podría entrar.

El joven tenía las rodillas al aire libre, sangrientas y laceradas, con las ropas desgastadas y con un aroma tan desagradable y potente que se extendió.

—¡Mi rey! ¡Mi reina! Soy mensajero del este —comentó, sofocado y con los labios secos. Era evidente que era un mensajero, y del este, por su acento tan poco común en la zona—. Llevo viajando durante días y noches para entregarles personalmente la noticia. Los leilanis han arrasado con todo mi pueblo y me han dejado vivo para que les advierta de una cosa. El jefe leilani quiere reunirse con el líder en la capital de Leilania. Es urgente y de alta importancia.

Todos los sabios se escandalizaron.

—¡Es inaceptable! —se quejó uno de ellos, dando un fuerte golpe en la mesa—. ¡La corte deberá mandar tropas a las fronteras para combatirlos, no aliarnos! ¡Y el rey deberá ir con ellos!

Hazel miró a su esposo. No le gustaba esa idea, pero la mirada de él afirmaba que era lo que debía hacer.

—Majestad—volvió a insistir el mensajero—. Niños y mujeres están siendo asesinados, ¡quemados vivos! Mi familia entera ha muerto, ¡y ellos no se detendrán hasta que nuestro líder se reúna en su capital!

—¡Soldado! —gritó Louis desde la mesa—. ¡Traedme a su mejor caballero!

El guardia de la puerta asintió y salió de la habitación con rapidez. Nadie supo el por qué de esa orden, pero al mensajero no pareció importarle.

—¡Se lo suplico! No pueden morir más personas inocentes a causa de esos salvajes.

—Louis —lo llamó Hazel y él la miró de inmediato, pero cuando estuvo a punto de hablar, el mismo consejero impertinente la interrumpió.

—¡No podéis dirigiros a él como Lou...!

—¡¡Callaos!! —gritó ella, cansada de su presencia y volvió a mirar a su marido—. No sé que tenéis pensado hacer pero no valláis a combatir, os lo ruego.

—Mi pueblo me necesita, mi dama. No puedo mandar a cientos de soldados a la guerra y quedarme yo aquí de brazos cruzados.

Hazel hizo un gesto de súplica con la cara. Estaba decepcionada. Si el rey moría, el verdadero conflicto estallaría en todo el reino, porque no tenía un tercer hermano barón para sustituirlo.

El soldado que había salido hacía unos minutos regresó con otro más. Este era más joven, de pelo negro con mechones que caían por su frente. Ojos verdes como la esmeralda y piel bronceada por el sol. Tenía una cicatriz en el labio inferior y otra mucho más fea en la palma de su mano.

—¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó Humerton.

—Arian Betancourt, mi señor.

—Muy bien, Arian —Louis miró a Hazel, al igual que el resto de hombres en la sala— Deberás cumplir con tu deber y guiar a mis esposa a la capital leilani. La protegerás, escoltarás y darás tu vida si es necesario hacerlo. Si ella muere, tú también. Hazel Shallow será mi sustituta mientras esté en la frontera combatiendo. Y al ser la reina regente se reunirá con el líder de Leilania.


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