VII: Una boda repentina

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Tessa Sterkur

—¿De verdad tengo que hacerlo, Gareth? —se quejó Tessa, cansada de tener que oír lo mismo por parte de su mayordomo una y otra vez.

—Sí, señorita. Está celebración es muy importante.

Ella hizo una mueca con los ojos.

—Seguro... Es lo mismo que me dijisteis las últimas diez veces. ¿Sabéis lo agotante que es tener que ir a una decena de invitaciones en catorce días? Y lo peor son los familiares, ¡sin duda! Tener que sonreír y farfullar a cerca de lo afortunada que he sido al casarme... ¡"Oh, sí, su hermano es un hombre muy cariñoso"! —soltó un suspiro—. Por favor... ¡Si a penas nos vemos en la hora de la comida!

—El señor Irwin es un hombre muy ocupado— protestó Gareth.

Tessa se tiró en la cama, cansada y disfrutó del agradable frescor de las sábanas.

—Salid. Me vestiré —ordenó, por fin—. Pero le juro por mi futuro hijo que si vuelve a justificar el desinterés de mi esposo hacia mí le rompo esa mesa en la cabeza.

El mayordomo no pudo evitar soltar una risilla. Era contradictorio. Llevaba casi tres semanas en esa casa y el mejor amigo que había hecho había sido él.

Bajó las escaleras principales de la mansión arrastrando los dedos por el pasamanos. Algunas sirvientas se ofrecieron a decorarle el cabello con los mejores adornos, peinado con varias trenzas y rizos que caían por sus hombros. Su vestido era hermoso, pero hacía contraste con su estado de ánimo.

Irwin lo esperaba junto con el mayordomo, y como siempre, muy elegante. Pero esta vez parecía un tanto más alegre, pero apenas se le notaba. Tessa ya estaba tan acostumbrada a su empatía que el simple hecho de verlo solo sombrío le parecía extraño.

—Habéis tardado mucho —la regañó Gareth.

—Me gustaría veros a vos sentado en una silla con un par de mujeres toqueteándoos el cabello. Apostaría mi vida a que no duraríais ni diez minutos —se burló, con una sonrisa traviesa.

Irwin y ella se miraron, pero no pronunciaron palabras. Los tres caminaron hacia el carruaje, que les esperaba fuera.

—¿Y qué es lo convierte en esta celebración diferente a las demás?

—Es una boda —contestó Irwin, para sorpresa de Tessa—. El príncipe Louis se casa.

Una boda. Vaya.

—¿Quién es la afortunada?

—La hija del escudero real.

Tessa asintió con la cabeza. Juraría haber escuchado algo sobre esa chica, pero apenas se acordaba. Cuando se montaron el carruaje, ella se sentó junto a Gareth, no con Irwin. Sabía que estaba mal, pero se sentía mucho más cómoda con él.

—Nunca me habéis dicho vuestro nombre —le susurró, mientras los caballos empezaban a trotar y el carro daba saltitos.

—James —contestó, y sonrió.

Tessa pensó en él. ¿Cómo un hombre como él había acabado en la vida de la servidumbre? Tendría unos treinta y poco años, o al menos eso aparentaba.


—Adelante —dijo en voz baja el guardia, que le abrió la puerta del establecimiento.

Era un edificio muy bonito, y más le valía. Habían estado durante horas viajando y ya había caído la noche. Lo último que Tessa esperaba es que no fuera de su agrado, aunque claro, era la boda del príncipe.

Una música de violín inundaba toda la sala, junto con las docenas de personas que caminaban de un lado a otro de la habitación, con sus vasos de vino en las manos y sus sonrisas, la mitad de ellas totalmente falsas, en la boca. Definitivamente era como el resto de fiestas a las que había acudido, pero se moría de ganas por conocer al príncipe y a su respectiva prometida.

Estuvieron saludando a amigos de la familia Sterkur durante un largo tiempo hasta que la músicos se detuvieron y dos siluetas resplandecientes desde la escalera captaron toda la atención.

Era Louis Humerton y Hazel Sallow. Ambos eran muy atractivos, ricos y con muchos pretendientes. Y eso se notaba, sobre todo en ella, que le parecía un tanto regordeta de barriga.

El príncipe y su prometida saludaron a los invitados hasta llegar a ellos, y a Tessa por poco le dio un infarto cuando se dio cuenta de que tenía un trozo de comida en el labio y Humerton ya la había visto. Por suerte se lo quitó antes de que se acercaran a hablar.

—Mis felicidades, señor —le dijo Irwin, estrechando la mano del hijo del rey.

Tessa se extrañó. Debería haberle regalado una reverencia y para nada tenía que haber tenido la osadía de tocarlo, ni tampoco Humerton aceptar su mano. Era más que evidente de que eran conocidos, aunque la chica Sallow también parecía algo intrigada.

—Estáis muy bella, mi señora— le alagó Tessa y ella se sonrojó.

Gareth se había molestado en enseñarle los mejores modales, para que ni si quiera una chica tan procedente de la nobleza como lo era Hazel notara que Tessa no era más que una simple plebeya que había concebido matrimonio con alguien rico.

—Me complace saber que ya somos dos —respondió.

Ambas sonrieron y deslizaron las miradas hacia sus maridos, que compartían una conversación. 


La noche pasaba muy lentamente y Tessa comenzaba a aburrirse. Después de mucho tiempo en la sala, con bailes, festejos y mucha comida, retomaron el viaje de vuelta a casa. Era muy tarte, demasiado, y ella no pudo impedir dormirse durante el trayecto.

Cuando llegaron lo primero que hizo fue despedirse de Irwin y James y dirigirse a su dormitorio, donde la esperaba un baño caliente de burbujas. Ni si quiera se molestó en mirarlo, ya que fue directa a la cama y se durmió tan rápido como se desvistió.

Pensaba que al día siguiente se despertaría muy tarde, algo que una dama tendría que evitar, pero para su sorpresa abrió los ojos y aún era de noche.

Se asomó por la ventana y no distinguió ni una figura. Si no hubiera sido por su inesperado desvelo, no se le hubiera ocurrido la idea de bajar junto al lago a tales horas. Pero ella amaba el campo y el aire fresco, y se sintió obligada a hacerlo. Bajó por las escaleras y disfrutó del silencio que se adueñaba de toda la zona. Caminó bordeando el lago y escuchando el suave y ligero movimiento del agua.

Un destello en la gruta, blanco y llamativo le llamó la atención. Se acercó a la entrada de la cueva y se percató de que era un trozo de metal con una punto afilada, como si perteneciera a un pico. Miró hacia la profundidad y su testarudez le suplicó que entrara.

No podía. Era uno de los lugares donde estrictamente le habían dicho que no entrara bajo ninguna circunstancia, pero con eso solo consiguieron que le diera más ganas de hacerlo. Tessa había heredado las cabezonería de su hermano.

Se adentró en la oscuridad. A medida que daba un paso más temía y sentía un cosquilleo que, de todas formas, le agradaba. Caminó y caminó, pero no había final. Se empezó a asustar, mucho. Vio una luz muy tenue en una esquina de la piedra y se agachó hacia ella.

—¿Que...? —se le escapó.

Al no tocar nada se le ocurrió pegar el ojo a través de ella. Distinguía algunas figuras, pero eran muy opacas. Poco a poco comenzó a observarlas mejor y cuando se quiso dar cuenta vio que era algo parecido a una mina.

Pero... Eran... Niños. Habían una multitud de críos picando la piedra de las paredes de las minas, semidesnudos y flacos. Guardias con látigos, vías de carros que llevaban y traían minerales...

¿Todo eso había estado ahí durante todo ese tiempo?


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