IV: Actos sin honor

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Arian Betancourt

—¡Descerebrado! —le gritó la señora desde la ventana.

Georgina soltó una carcajada que resonó por todo el callejón, ahora empapado de agua.

La pobre mujer, una vieja amiga de su madre, limpiaba la ventana con un jarro de agua fría cuando Arian, junto a Georgina, tropezó con una maleza que había florecido a un lado del camino y el grito que salió disparado de su boca le hizo pegar uno aún más fuerte a la vecina. El frasco se le resbaló de las manos y se vertió por toda la pared, aunque por suerte pudo llegar a agarrarlo.

Georgina le agarró la mano, sucia y bañada de barro, a Arian y lo levantó con fuerza.

—¡Disculpadme, buena mujer!

Ambos caminaron a toda prisa hasta alejarse de ella, que gritaba maldiciones. Una vez allí, el chico no pudo contener las ganas y esbozó una sonrisa enorme y dejando salir un gemido, que no llegó a ser una carcajada. Extendió los brazos para observar toda la porquería que se había incrustado en su piel.

—Valla... —chistó.

—Tranquilo —comentó Georgina entre risas—. Hay un estanque muy cerca de aquí. Puedes limpiarte... —rió— o al menos si no te importa que sea agua para los animales.

Georgina era una chica joven, de unos diecisiete años, más o menos. Tessa era muy amiga de ella antes de mudarse y Arian se sintió en la obligación de contarle la noticia. Esa misma tarde se la había encontrado en el mercado. Le entristeció, ya que tenía la esperanza de que si los dioses le ayudaban no se tuviera que cruzar con ella, pero no fue así. Ni si quiera sabía su apellido, aunque sí la conocía, o al menos de vista. Era una chica muy delgada, hasta las costillas le traspasaban el vestido, por muy grueso que sea. Tenía el pelo negro y los mofletes chupados, casi parecía un cadáver. Pero aparte de todo eso, Arian se sentía atraído por su personalidad. Era muy carismática y su sonrisa lo deslumbraba. Le extendió la mano y lo saludó desde el timbiriche donde estaba. Él le devolvió la cortesía y no supo cómo pero se vio envuelto en una pequeña aventuria con la chiquilla.

No esperaba el momento de contárselo. Tendría que hacerlo de un momento a otro.

—No, es igual. Ya se está haciendo de noche y no sería prudente que no regresaras a tu morada. Además, la gente empezará a hablar si nos ven estando solos a estas horas.

La chica bufó y puso los ojos en blanco.

—¿Qué más da lo que piense la gente?

Levantó una ceja.

—¡Está bien! Pero antes déjame echarle un último vistazo a los productos que han traído nuevos. Madre me mataría si regreso sin ni si quiera un trozo de pan.

Arian asintió. Georgina se alejó de él y se perdió entre las callejuelas. La plaza no estaba muy lejos, de hecho aún se podía escuchar algunas de las voces de los vendedores, pero el sol ya se estaba escondiendo en el horizonte, y no era bueno que estuviera sola y muchos menos con comida. Los ladrones y los bandidos eran muy despiadados, hasta con las mujeres.

Arian se quedó esperándola apoyado en uno de los muros de barro. Observó el cielo y diferenciaba los intensos colores que se iban formando; como el amarillo y el naranja hasta sustituirse por un azul oscuro y finalmente en negro.

No sabía cuánto tiempo había estado esperando, pero se preocupó. Estuvo a punto de buscarla, pero unos sonidos extraños en una esquina de la calle le llamaron la atención. Al principio simplemente actuó como si no lo existieran, pero cuando empezó a diferenciar entre ellos sollozos y gritos comprimidos, se alertó.

Sangre y fortunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora