12. Qué idiota

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Era viernes por la noche y Luna no podía dormir.

Llevaba tres días seguidos sin hablar con el joven Blythe y eso le entristecía. No se atrevía a dirigirle la palabra, ni siquiera tenía el valor de mirarle a los ojos. A veces, unos leves sollozos se podían oír por los pasillos si agudizaban el oído.

Se acercaban las cuatro de la mañana y no había pegado ojo. Se revolvía en la cama una y otra vez, pero el sueño la repelía. También trató de escribir alguna historia, pero nada se le venía a la cabeza.

Pronto rayos de luz se colaron por las cortinas. Dieron las seis de la mañana. Luna se levantó, se vistió y comenzó a dar de comer a los caballos y al ganado. Dos horas después, la señora Charlotte estaba en la cocina preparando el desayuno.

—Luna, tienes que bajar a la ciudad y comprar unas cosas —le comentó dándole las instrucciones de lo que debía comprar—. Tienes el dinero en la encimera.

La señora Charlotte y Luna no eran realmente cercanas. Aunque legalmente fueran madre e hija, no parecía tal en persona. Era cierto que su relación se había suavizado comparándola a la de antes; se disculpó por cómo la había tratado y, aunque eso no arreglase la herida emocional que le causó, le pareció un noble gesto y la perdonó.

Ahora se hablaban con normalidad.

—Si quieres, puedes preguntarle a ese amigo tuyo... Gilbert, creo, que te acompañe. Es peligroso que una niña vaya sola.

Luna asintió y comenzaron a desayunar. Tras la breve comida, recogieron la vajilla y cada una siguió con sus quehaceres.

A las diez de la mañana, la pequeña Ackerman se preparó para salir: cogió la cesta, el dinero y un abrigo para el frío. El invierno estaba por cesar, pero el frío aún se metía hasta los huesos.

Se despidió de su madre y salió hacia Tejas Verdes. ¿Su intención? Juntarse con Jerry e ir juntos al pueblo. Era una idea tentadora ir acompañada del joven Blythe, mas no habían cruzado palabra en tres días y sería algo incómodo.

Cuando llegó a la casa se encontró con Anne revoloteando por el establo. La chica saludó alegremente a la asiática e indicó dónde se encontraba el francés.

—¿No te vienes con nosotros? —le preguntó Luna a ver que no iba preparada para salir.

—No —respondió con un tono triste—. Marilla me necesita en casa, quiere preparar algunos postres. ¡Cuando volváis Jerry y tú estarán listos y podremos comerlos todos juntos! Con Diana, Ruby y Gilbert.

Era cierto, Anne no sabía que había peleado con Gilbert...

—Claro, es una idea magnífica —Luna le brindó una bonita sonrisa y se dirigió a donde Jerry.

Estaba al lado de la carreta y acariciaba al caballo que los llevaría hasta la ciudad.

—¿Nos vamos? —preguntó Luna mientras se subía a la carreta con la ayuda del muchacho.

—Sí, pero antes tenemos que pasar por la casa del señorito Gilbert.

La chica quedó desconcertada.

—¿Por qué tenemos que pasar a por él? —un tono levemente molesto y asustado salió de su boca.

—Me lo pidió la señora Marilla. Ayer me dijo que Gilbert tenía unas cosas que hacer en la ciudad y que lo llevase.

—Ah...

El camino hacia casa de Gilbert fue bastante ameno. Los dos jóvenes bromeaban sobre situaciones hipotéticas y reían por las locas ocurrencias de la asiática. Se notaba el buen humor, pero en cuanto llegaron al domicilio del otro chico, las buenas vibras cesaron.

El rostro de Luna pasó de ser alegre y sonriente a uno serio y tristón. Ni siquiera miraba a la puerta de la casa, y ese gesto no fue ignorado por Baynard.

—Buenos días —saludó Gilbert con un tono neutro.

—Buenos días —respondió Jerry. Al ver que Luna no articulaba palabra, le dio un leve codazo.

La chica, que tenía la cabeza baja la alzó por leves segundos. Las miradas de los dos jóvenes se cruzaron, pero no por mucho tiempo. De nuevo, bajó la cabeza y, en voz baja, contestó:

—Hola.

A diferencia del anterior viaje, ese fue raro e incómodo. Luna estaba en medio de los dos chicos, lo cual hacia la situación aún más incómoda. Al camino que tenía por recorrer aún le quedaban dos horas y ninguno de los tres articulaba palabra alguna.

El no haber dormido por dos días seguidos comenzó a afectar a la morena, pues inevitablemente sus ojos empezaron a cerrarse. En cuanto se daba cuenta de ello los abría de golpe, pero no eran ni cinco segundos los que pasaban para que se volvieran a cerrar.

Luna bostezó.

Apoyó sus dos pies en el asiento, quedándose en una especie de cuclillas pero sentada y se abrazó las rodillas. Con sus brazos formó una almohada y se recostó allí, dejándose llevar por el sueño que la invadía.

Vainilla.

Un olor familiar.

Algo reconfortante...

No quería abrir sus ojos, estaba demasiado agusto pero tenía que hacerlo. Poco a poco sus ojos fueron abriéndose. Se encontraban frente a la verdulería y ella estaba apoyada en alguien. Miró a su derecha, pero no había nadie. El lado de Jerry estaba vacío. Entonces, eso significaba que...

Enderezó su cuerpo y bostezó. Giró su cabeza; Gilbert se encontraba mirándola fijamente. Un pequeño rubor se posó en las mejillas de la joven, pero ese sentimiento fue abordado por uno de tristeza y congoja.

De golpe recordó la discusión de la última vez y no pudo evitar que sus ojos se aguasen.

—Luna, yo...

Pero no fue posible terminar la oracion, pues la chica salió corriendo.

Gilbert se revolvió el pelo y suspiró. Su padre había empeorado, la enfermedad le consumía más rápido de lo que el médico les había dicho y eso le tenía muy preocupado. Por eso fue que le gritó a Luna: estaba estresado y lo último que necesitaba era a alguien molestándole.

Aunque en ese momento le dio igual, ahora se sentía la peor persona del mundo. Recordaba perfectamente lo que le había gritado y se daría una buena bofetada a sí mismo si pudiera dar marcha atrás, pero no podía.

Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Tomo una gran bocanada de aire y la expulsó con fuera.

—Qué idiota...

I Found You, Gilbert Blythe »Gilbert Blythe Donde viven las historias. Descúbrelo ahora