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capítulo once el arte de dejarlo ir
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Izzy Windsor era rencorosa. No era buena para olvidar. Simplemente no era parte de su naturaleza perdonar y olvidar. No podía olvidar. Siempre había una parte en ella que recordaba cada vez que alguien la traicionó o hizo algo que la molestó. Era otra razón por la que no tenía muchos amigos. N confiaba en la gente. Nunca se dejaba confiar en nadie. La mayoría del tiempo, la decepcionaban, así que no tenía sentido.
A veces creía que una parte de ella se estaba destruyendo a sí misma desde el interior. Colocaba paredes entre ella y el mundo a su alrededor, evitando que saliera de la burbuja en la que había nacido. Era la parte de ella que aún no confiaba en Sarah completamente; la parte que intentaba encontrar razones de por qué la chica Cameron seguía siendo amigas con alguien como Izzy. Era la parte de ella que odiaba. Pero no podía simplemente extirpar esa sección enferma. Después de todo, era parte de ella, y no era algo que podía cambiar.
Créele, sabía lo jodido que sonaba. Sabía que estaba jodida, pero no era como si pudiera dejar de ser tan... bueno... Izzy. Había nacido en una familia que ganaba su riqueza al joder a personas para su propio beneficio. Había nacido para no confiar en nadie y hacer lo que fuera necesario para siempre salir en la cima. No estaba hecha para confiar en las personas. Estaba hecha para guardar rencor y arruinar la vida de las personas si significaba que obtendría un beneficio de su caída. Era el estilo Windsor. No serían tan ricos sin esa táctica. Y por un tiempo, Izzy se forzó a estar bien con eso, pero entonces ese verano pasó y lentamente odió la idea más y más.
Ese verano fue uno que Izzy nunca esperó. Supuso que sería igual que todos los otros, solo que sin su madre alrededor. Se sentaría en la playa, mirando la vida pasar en un borrón. Saldría con gente que no le agradaba realmente para llenar el hueco en su pecho. Usaría personas para poder sentirse llena otra vez. Era el estilo Windsor, e Izzy era una Windsor hecha y derecha. Pero... ahora que la idea de aquellas cosas dejaba un pellizco en su hombro y la embargaba con una sensación extraña. No quería sentarse y mirar la vida pasar. Ya no quería ser la marioneta de su padre. Quería morder la mano que la alimentaba, y masticarla hasta que sangrara. No estaba segura por cuánto tiempo podría soportar estar envuelta alrededor del dedo de su padre, cargando con el legado que su madre había dejado atrás.