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—¡Atsushi, vayamos al parque!

—Dazai-san, yo creo que...

—¡Iremos!

Y eso fue lo último que Atsushi Nakahima oyó antes de ser arrastrado por las escaleras de la agencia, luego por toda la planta baja, las aceras y calles hasta el dichoso parque de Yokohama.

Dazai lo soltó sobre una banca y posicionó sus manos sobre sus caderas, examinando el panorama. Por más que lo intentara, no lograba encontrar esa pequeña cosa que necesitaba encontrar.

Comenzó a deslizar su cabeza de lado a lado con lentitud, buscando minuciosamente. Durante el movimiento veía los árboles sobre el césped, los niños, los juegos, más arboles... hasta que encontró el ridículo sombrero.

Largó un gran suspiro, de esos que te hinchan el pecho, y sonrió, aún con sus manos en sus caderas.

—Atsushi, ya vuelvo —exclamó con emoción hacia el joven que aún seguía desparramado boca arriba sobre la banca—. No me sigas, espérame aquí quietecito.

El nombrado iba a protestar, mas su superior desapareció de su lado en menos de un segundo.

Dazai echó a trote de muerto hacia Chuuya, quien estaba ligeramente escondido detrás de un árbol a la lejanía que, si bien no era muy grande, lo tapaba muy bien.

—Chuuuuya —entonó con la voz alegre y jadeante una vez que llegó a su lado. Se dobló sobre sí y comenzó a respirar con violencia. Chuuya lo observó con los brazos cruzados, desbordando decepción desde sus ojos.

—No puedo creer que a pesar de los años sigas siendo un inútil sin medio estado físico.

—Debes de decidirte, Chuuya —le espetó aún encorvado apoyando sus manos sobre sus rodillas. Cada palabra se encontraba separada de la otra por una respiración—. O quieres que corra, o sigo siendo una deidad del sexo; de ambas, soy incapaz. Anoche, cuando llegaste del trabajo, me dejaste sin aliento como para tres días. 

Chuuya, ni siquiera fingiendo sorpresa por sus vulgaridades, suspiró y posó sus dedos envueltos en sus guantes en su frente.

—Eres patético —fue su respuesta, con aquella voz resignada. Dazai iba a replicar, mas su pareja lo detuvo—. Sí, si no fueras patético no serías el hombre del cual me enamoré, blah, blah. Ya aburres.

—Qué cruel eres, Chuuya —musitó, ya recuperando la compostura. Se irguió por completo y, posicionando el puente que conectaba su pulgar y su índice en su babilla, sonrió con astucia—. Muy bien, te llamo por la tarde.

Dicho aquello, chocaron sus palmas en señal de alianza y pasaron uno al lado del otro, intercambiando sus puestos y siguiendo de largo, manteniendo el agarre en la mano del otro y soltándose una vez que cada uno avanzó hacia su camino. Chuuya se encaminó hacia la banca de Atsushi chasqueando la lengua; Dazai se dirigió con cautela y a paso tortuoso hacia el muelle.

Chuuya se desplazaba aminorando la velocidad; no se sentía a gusto tomando un papel activo en el ridículo plan de Dazai, y menos aún hablando con Atsushi. A cada paso que daba desde que había salido de debajo de la sombra del árbol, los niños que jugueteaban en el parque lo observaban con precaución y hasta detenían sus movimientos cuando él pasaba a sus lados, puesto que esa ropa negra y ese sombrero de mala muerte en pleno mediodía no le daba buena espina a ninguno.

Llegó al lado del joven cuya vista aún persistía en el cielo y, al escrutarlo en ese medio segundo de sigilo, se percató de que, al igual que Akutagawa, él aún era un niño, no como lo eran él y Dazai a los dieciocho años. Suspiró con violencia y se golpeó la frente al recordar a su pareja diciendo que, a esa edad, follaban como conejos. En ese preciso momento frente a Nakajima, viéndolo desde su propia perspectiva, podía afirmar que Osamu tenía razón. Los dieciocho de sus subordinados no fueron los dieciocho de Doble Negro.

Erozai ||Shin Soukoku/Soukoku||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora