6. Los pétalos del cerezo

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Ya era el último día de abril

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Ya era el último día de abril. Ella estaba más animada que nunca, y no podía estarse quieta por un segundo. Bajaba a la cocina, tomaba agua, salía al jardín, volvía a su habitación, revisaba el teléfono y se lanzaba de bruces en el colchón. Por su cabeza solo pasaba una cosa: Shun.

Habían comenzado a ser amigos desde hacía ya dos semanas, pero le parecía que se conocían de la vida entera. Nunca antes había encontrado a un chico como él. Era como si adivinase lo que pensaba. Un día, de regreso a casa, le había comprado un pastel de limón, y ella nunca le había mencionado que fuese su favorito. En una mañana, se apareció con el primer libro de El Mar de la Fertilidad, “Nieve de Primavera”, y le dijo que si lo leía en menos de dos semanas le traería “Caballos desbocados”. Además, le recitaba haikus de todo tipo, y le regaló una selección de Suzuki Masajo, cuyos poemas eran realmente hermosos. Cuando abrió el libro, tenía resaltado en rojo uno en especial, cuyos versos recitaba de vez en cuando: “Morir ahora juntos…Me susurró al oído una noche de luciérnagas”. De algún modo, también adivinaba sus gustos musicales, incluso la había hecho cantar “For my dear…” en el karaoke. Siempre le traía flores, y le hablaba de las plantas y su interesante mundo, y por qué las abejas preferían ciertos tipos de flores, y de cómo hacer que una planta tenga mejor crecimiento teniendo en cuenta las fases de la luna.

Sin duda alguna, él era especial, y últimamente se había dado cuenta de que se sentía de un modo diferente a su lado. Lo recordaba a cada instante, su voz, sus palabras, sus ojos profundamente violetas, como los interminables abismos del cosmos, como el cielo nocturno de la primavera. ¿Acaso sería eso amor? ¿Acaso por fin se habría enamorado? Sabía que había sentido algo hacia él desde el día en que lo vio en el examen de ingreso, pero no había reparado en eso. Creía que tan solo era curiosidad, pero ahora veía que no. Él de veras le gustaba, y por el modo en que se comportaba con ella, debía de sentirse igual.

El repentino sonido del teléfono la hizo despertar de sus pensamientos. Era él. Nunca se había sentido tan indecisa y a la vez ansiosa de atender una llamada. Finalmente, exhaló con fuerza, y rezó por que la emoción no la hiciera decir algún disparate.

 Finalmente, exhaló con fuerza, y rezó por que la emoción no la hiciera decir algún disparate

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Nunca le había costado tanto esfuerzo hacer una llamada. Se había pasado todo el día pensándolo, pero concluyó que era lo mejor que podía hacer, y ya estaba hecho. Esa tarde la vería en el parque, y al fin le diría lo que hacía un tiempo le oprimía el pecho. Sabía que no iba a ser fácil, y que corría el riesgo de que ella lo odiase para siempre, pero lo que no podía soportar más era el mentirle a la cara todos los días. Además, tenía la firme esperanza de que la amistad que había surgido entre ellos fuera más fuerte que la decepción que ella pudiese sufrir. Esa tarde le contaría la verdad: él había leído su diario. 

Nuevamente el tiempo lo torturaba. Le parecía que alguien estaba sosteniendo las agujas del reloj. No veía la hora de que ella apareciera y acabara de una vez con su suplicio.

—¡Tanzawa-kun, ya llegué! ¿Te hice esperar demasiado?

—No…la verdad, no…

Su mirada se perdió en la figura de aquella sílfide, sacada sin lugar a dudas de alguna historia de fantasía. Se veía más hermosa que nunca, quizás porque era la primera vez que la veía sin el uniforme. Su figura, delgada pero bien definida, se hacía notar más bajo aquel vestido celeste, que dejaba mostrar mucho más de sus piernas que la larga falda de la escuela. Su sedoso cabello, corto hasta la barbilla, estaba adornado con un prendedor del mismo color bronce de sus ojos. Al parecer ella se dio cuenta de su embelesamiento, y lo tomó por el brazo hasta llevarlo a la glorieta.

—Están hermosos, ¿verdad?

—Sí…estás hermosa…

—¿Eh? No…los cerezos. Están realmente hermosos en esta época.

—Ah…Sí, claro. Lo están…Parecen nieve…

—Nieve de primavera, ¿verdad?, como el libro que me diste…

—Hayami-san, hay algo que te tengo que decir, yo…

—¡Me gustas, Shun! ¡De veras…me gustas mucho!

Su aliento se congeló. Ella lo miraba con los ojos más brillantes que nunca, y el rubor no tardó en aparecer y cubrir todo su rostro. Bajó la mirada con timidez, y su mano empezó a enroscar el cabello entre sus dedos compulsivamente. Él también sintió la sangre subir a su cabeza, pero no podía apartar la vista de ella. Aquellas palabras lo hicieron extremadamente feliz, al borde de que no lo podía siquiera creer. Pero al mismo tiempo, deseaba no haberlas escuchado, al menos no en ese momento. Ahora, ¿cómo le iba a contar la verdad? Se quedó allí, sin reaccionar, y los pétalos del cerezo, pálidos como la nieve, parecían haberse detenido en el aire.

La quinta estaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora