Capítulo 1.

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Me encantaba despertar con el cantar de los pájaros mientras que los rayos del sol iban penetrando lentamente en mi cuerpo, otorgándome una calidez especial que el frío de mi reino intentaba arrebatarme todos los años durante aquella época. Aunque por más que mis criados lo intentasen, nunca conseguían despertarme a mi gusto.

-Majestad, ya amanece -anunció Albert en el tono más amable y suave que pudo mientras que, Lucie, abría las cortinas de mis ventanales, provocando que los rayos del sol ya se convirtiesen en molestos.

Albert era un hombre mayor, de unos cuarenta o cincuenta años, no lo sabía con exactitud, pues tampoco era que alguna vez me hubiera importado mucho mientras que realizara correctamente su trabajo. Era delgado y con el pelo canoso, casi siempre tapado con una de las pelucas aristocráticas recogida con una cola que tanto le gustaban a mi padre, pero sus cejas revelaban que había sido moreno. Tenía un rostro agraciado y, el lunar que tenía en una de sus mejillas, le hacía parecer de la aristocracia. Aunque tan sólo fuera el encargado de mi servidumbre, llevaba un traje de terciopelo verde. Al fin y al cabo, estaba constantemente en contacto conmigo y qué menos que estar a la altura de lo que un príncipe como yo se merecía. Lucie era una mujer algo más joven, pero sus arrugas debidas a la vida que llevaba, le hacían parecer más mayor. Tenía los ojos castaños, al igual que el pelo, aunque esta, a diferencia de Albert, lo llevaba cubierto por un pañuelo, típico del uniforme de los criados de palacio. A ellos dos eran a los únicos a los cuales yo les permitía adentrarse en mis aposentos.

-Dejadme, quiero disfrutar del sueño un poco más -gruñí, tapándome la cara con una de mis almohadas.

-Pero, alteza, su padre reclama que le acompañéis a él y a la reina en el desayuno -explicó Albert con cierto temor a mi reacción.

Tiré mi almohada al suelo y, tras soltar un suspiro, me incorporé hasta quedar sentado en mi cama.

-¿Está listo mi baño? -pregunté, mirando hacia Lucie.

-Sí, mi señor -asintió, dejando su mirada puesta en el suelo.

-Está bien -me rasqué la cabeza y me puse en pie-. Albert, me apetece vestir de azul oscuro -comenté mientras caminaba hacia el baño de mi habitación.

-Tenéis muchos trajes de ese color, ¿cuál de ellos desearía llevar su majestad? -contestó dubitativo sin despegar sus ojos de mí.

-Lo dejo a vuestra elección -respondí con parsimonia sin ni si quiera girarme para mirarle-. Lucie, vamos -le ordené a la vez que me adentraba en el baño.

Me quedé parado frente a la bañera y alcé mis brazos a cada lado, esperando a que la mujer me quitara el camisón de dormir. Una vez lo hizo, comprobé que el agua estaba a la temperatura que me complacía y me metí en ella, soltando un suspiro de placer a la vez que echaba mi cabeza hacia atrás hasta apoyarla en uno de los bordes. Lucie, mientras tanto, frotaba mi cuerpo con la pastilla de jabón de naranja.

-Marchaos -dije mirándola con un ojo cerrado y, el otro, algo abierto.

-Pero, señor, ya sabe que... -intentó explicarse, pero no se lo permití.

-¿No me habéis escuchado bien? -fruncí el ceño-. Si os digo que os marchéis, obedecéis sin rechistar -saqué mi brazo del agua e hice un gesto de despotismo con mi mano dirigida hacia la puerta.

-Sí, mi príncipe -murmuró, comenzando a caminar hacia la salida que le había indicado y, una vez fuera, inhalé una profunda bocanada de aire y la solté lentamente en un suspiro demasiado largo.

-Maldigo la sobreprotección de mis padres -susurré, volviendo a cerrar los ojos para conseguir relajarme de nuevo.

Con aquellas palabras, me refería a que, desde que era pequeño, mis padres siempre me habían tenido a buen recaudo dentro de palacio. Apenas me dejaban salir si no era acompañado por ellos o rodeados de la guardia real. La excusa era protegerme de la muchedumbre de mi reino y de la posible sublevación de estos. Además de que la fama de mi belleza se había extendido por todos los territorios vecinos, cosa que añadió cierto atractivo para algunas personas que querían vengarse de la monarquía, y obsesión para muchas mujeres llamadas brujas que querían hacerse con mi rostro para crear hechizos de belleza. A mí me parecía algo sacado de un cuento, pero mis padres diferían, sobre todo, mi madre. Esto siempre había sido motivo de disputa entre ellos, lo cual hizo que me cansara de mi cara, de mi posición y de mi familia. Pero, como no iba a poder librarme de ninguna de ellas, tan sólo me quedó el beneficiarme de mi suerte.

EL PRÍNCIPE DEL EGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora