Capítulo 11.

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Pasaron un par de días en los que cada vez me sentía mejor. Nikola estaba provocando en mi cuerpo sensaciones que hasta entonces no había experimentado en toda mi vida. Ya no sólo se trataba de felicidad, no. Era algo mucho más grande que ni siquiera se podría explicar con simples palabras.

Todos las noches dormíamos juntos en mi cama y, obviamente, todas las mañanas, lo primero que veía nada más abrir los ojos era su maraña de pelo rubio, pues siempre se quedaba dormido con su cabeza apoyada en mi hombro o su cara enterrada en mi cuello. Disfrutábamos de los desayunos, almuerzos y cenas. Nunca había sido consciente del placer de la comida hasta aquellos días en los que gozaba de hacerlo con la compañía de Nikola. Por las tardes, siempre montábamos a caballo, pues era la experiencia que más le había gustado a mi amigo. Cabalgábamos sin rumbo, siempre y cuando no saliésemos de los dominios de palacio, y esperábamos al atardecer, ya que la imagen del sol ocultándose por las colinas, era un regalo del cielo, el cual tan sólo podíamos disfrutar nosotros dos.

Aquella tarde, cuando Nikola y yo estábamos reposando el almuerzo, uno de los soldados de la guardia, acompañado por Albert, irrumpió en el salón de estar donde nos encontrábamos.

—Alteza, siento molestaros —se disculpó el guardia nada más entrar por la puerta, haciendo una reverencia con la mano en el pecho.

—¿Qué sucede? —pregunté intrigado, frunciendo el ceño.

—Necesitamos de vuestra divina sabiduría para juzgar —respondió una vez colocó su espalda recta de nuevo y me miró.

—Han arrestado a un hombre que intentaba robar la carreta de vuestro ganado, mi señor —aclaró Albert al ver mi cara de confusión.

Miré preocupado a Nikola, quien tenía una cara peor que la mía, e hice una mueca con la boca.

—Nikola, ¿os gustaría acompañarme? —le propuse suplicándole con la mirada que aceptara.

—No sé si debería... —se cruzó de brazos, como si así fuese a protegerse de toda aquella situación.

—Os necesito —susurré apenas audible, solamente para él.

—Está bien —murmuró a la vez que asintió con su cabeza.

Salimos junto a mi soldado, dejando a Albert atrás, pues él no se metía en aquellos temas, y fuimos hasta el salón del trono, donde se encontraba el acusado de pie, con sus brazos agarrados por dos guardias.

—Leo, esto no me gusta —dijo Nikola casi en mi oído cuando pasábamos por delante del preso.

—Calmaos, no ocurrirá nada —respondí intentando relajarle con mis palabras, a lo que el asintió no muy convencido.

—¡Tirano! —gritó el hombre queriendo echar a correr hasta las escaleras que daban al trono, siendo frenado por los dos guardias.

—¡Silencio! —exclamó uno de ellos agarrándole con fuerza del cuello para que se pusiera de rodillas.

Giré mi cara hacia Nikola, quien se quedó sorprendido al ver cómo aquel hombre, sin motivo alguno, me acusaba de algo que ni si quiera yo contralaba aún. Solté un suspiro y me senté en mi trono, indicándole con la mano a mi amigo que permaneciera de pie a mi lado, pues nadie podía sentarse en los tronos si no era de sangre real.

—Me han contado que quisisteis robar mi ganado, ¿es eso cierto? —coloqué mis manos al final de los brazos de mi trono en aquel momento, el de mi padre habitualmente.

—Responded, vuestro príncipe os está hablando —gruñó el mismo guardia que le tenía agarrado del pelo.

Alcé mi mano para que callase, pues apenas le había dado tiempo al hombre de hablar, a lo que mi soldado asintió como muestra de arrepentimiento.

EL PRÍNCIPE DEL EGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora