1.Los rugidos de León Planeación

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Estaba muriendo en vida. Me resultaba imposible comer desperdicios, dormir en un colchón que olía a vómito, y convivir con gentuza de ojos esquizoides y manías depravadas. Había visto muchas películas sobre la cárcel. Nunca imaginé estar en una. Me resultan risibles las soluciones tontas propuestas por guionistas de cine y televisión que enseñan al público cómo escapar de prisión: construir túneles con cucharas robadas, volar desde azoteas usando sábanas viejas como paracaídas, meterse en contenedores de basura y fingirse el muerto. En la vida real, la seguridad de las cárceles (al menos de la que conocí) es inquebrantable, el hacinamiento ingente, la descomposición meridiana. Pero a todo se acostumbra uno. Lo digo con vergüenza. Pocos días después de mi ingreso al penal, estaba actuando como los demás y me había habituado al olor del colchón. Así transcurrieron veinticuatro meses. Los peores de mi juventud. Esos, que si fuéramos pintores, con gusto borraríamos del lienzo de nuestra vida. Y comienzo mi relato justo ahí, no como quien se place en revivir sus angustias para despertar condolencias, sino, muy al revés, movido por la certidumbre de quien justo en ese sitio aprendió a valorar los privilegios perdidos. Desde niño entoné la cantaleta de que ojalá se acaben las escuelas del mundo. Leonardo, un voluntario del presidio a quien llamaban León, me hizo arrepentirme de esa estupidez. —Ustedes han sido inscritos en un programa de rehabilitación que puede llevarlos al indulto —el mentor, delgado y pequeño, más parecía un gatito asustado que un león—, ya lo saben. Algunos tienen su posible fecha de libertad marcada dentro de doce meses o menos. Quizá saldrán de aquí. Todo depende de los resultados que obtengan en este curso. —Basura —murmuré. León se acercó. —¿Qué dijiste, Uziel? —Nada. Puso su mano en mi hombro. —Por lo visto, algunos no han entendido que este programa es un privilegio. Claro. Que perderán con facilidad si no tienen cuidado —apretó los dedos sobre mi clavícula unos segundos, luego me soltó y siguió caminando—. Les estaba explicando. Necesitan demostrar equilibrio emocional y capacidad para adaptarse de forma sana a la sociedad otra vez. Trabajaremos una hora diaria en este salón. Miré alrededor y no pude evitar proferir una expresión de burla. —¡Ja! Algunos rieron. El mentor detuvo sus pasos y respiró hondo, como controlándose. —Me estás colmando la paciencia, Uziel. Agaché la cara. Pero yo tenía razón en ironizar. Ese sitio no era más que un sótano húmedo,

8. oscuro y frío, que otrora fungió como bodega de alimentos y fue desechado por la nueva administración de la penitenciaría cuando comprobaron que las bacterias provocadas por heces de ratas eran difíciles de erradicar. Claro está que, antes de iniciar el susodicho programa, los participantes fuimos amablemente convocados para limpiar el bodegón a fondo. Aunque los roedores se escondieron, a los pocos días volvieron a asomar sus narices por las coladeras y terminaron saliendo en grupos para rehabilitarse con nosotros. —A ver —dijo León escribiendo tres preguntas en la pizarra—; quiero escucharlos. ¿Quién comienza? Levanté la vista. El hombre tenía caligrafía atropellada, apenas descifrable. Leí: 1. ¿Cuáles eran tus sueños de juventud? 2. ¿Cuáles eran tus aptitudes? 3. ¿Por qué no planeaste bien tu vida? Los cuestionamientos aludían al pasado. Eran parte de un ejercicio cruel. Lo que pudimos hacer y no hicimos. —Reconocer el potencial que tenían antes de llegar a esta prisión es el primer paso para reencontrarlo. ¿Quién empieza? ¿Uziel? —¡Pero qué terquedad! —¿Por qué te niegas a participar? La mayoría de los presos teníamos baja estima y pésima capacidad de respuesta ante la presión. O huíamos o agredíamos. Yo era de los primeros, pero también resultaba hábil para pelear si me provocaban. Estaba, como muchos, profundamente lastimado. —No me niego —dije al fin—, sólo que odio este maldito lugar de porquería. No pertenezco aquí —comencé a recibir abucheos—. Tampoco necesito un estúpido curso. —¡Demuéstralo! —¿Cómo? He aprendido que lo que diga puede ser tomado en mi contra. —Aquí no pasará eso. Si pones de tu parte, podrás rehabilitarte. La palabra volvió a martillarme el cerebro. —¡Maldición! Entiende, Leoncito. ¡Yo no necesito rehabilitarme! Se elevó un alboroto de reniegos. «¡Tampoco nosotros!» «¡Cabrones, sabelotodos!» «¡Somos víctimas, también!» «¡Ni siquiera nos tratan como personas!» «¡Nos creen animales!» «¡No cabemos en esta pocilga!» Las voces subieron de tono. El mentor trató de calmarnos. Cuando la barbulla fue insostenible, pidió ayuda. Cuatro guardias de seguridad se aproximaron. Uno de ellos hizo chocar su tolete contra las sillas. Los otros tres lo imitaron. Siguieron acercándose. El ruido de los golpes atenuó el naciente motín hasta su extinción. Guardamos silencio poco a poco. Sabíamos que de no hacerlo, podíamos recibir los garrotazos en el cuerpo. —¿Te diste cuenta de lo que ocasionaste, Uziel? —Sí. —¿Vas a cooperar?

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