Volví a tumbarme en el sucio colchón. Me sabía en peligro, aunque mi mente estaba demasiado embrollada para discurrir una salida. Desde años atrás fui notificado (con cierta crueldad), que yo no era hijo de quienes siempre consideré mis padres, pero una cosa era conocer el dato y otra muy distinta hallarme de frente con un papel escrito a vuelapluma por la mismísima mujer que me dio a luz. ¿Quién era ella? La carta aclaraba que me vio crecer y siempre estuvo cerca sin que yo lo supiera. Revisé mis archivos mentales de las mujeres adultas conocidas. ¿Quién de ellas podía ser? ¿Una vecina, una maestra, una amiga de la casa? No tuve éxito en mi memorización. Tampoco me esforcé demasiado en ella. No tenía caso. Había decidido no atormentarme con ese menester. Mi papá, hermana y abuelo conformaban, nadie más, mi verdadera familia. A ellos añoraba… Quise ver sus fotografías, pero me detuve antes de extraerlas. Dragón Cancún, se había acostado en una de las camas bajas y me vigilaba con los ojos entrecerrados. En aquella celda diseñada para seis huéspedes (si es que alguien se dignó siquiera diseñarla) vivíamos diez. Habían metido cinco literas de madera sobre las que ponían cobijas pestilentes para intentar suavizar la dureza de las tablas. Yo era de los pocos afortunados que atesoraba, en la litera alta, un pedazo de hule espuma que usaba de colchón. Con el fierro de Marranito le había hendido una rajadura lateral para guardar mis tesoros. Por supuesto, también escondía ahí el fierro. Esa noche preferí ponerlo bajo la almohada de trapos. Antes de que la luz se apagara guardé la carta de mi madre biológica con discreción e insistí en echar un furtivo vistazo a la foto de mi hermana que tanto me inspiraba, pero al jalar el mazo de papeles, todos mis tesoros se desacomodaron. Sobresalió un verso que envió mi padre meses atrás. No tenía firma ni fecha. Era la simple trascripción del poema de Rudyard Kipling. Si. El timbre nocturno anunció que la luz sería apagada en tres minutos. Releí un par de estrofas a toda prisa. Si guardas en tu puesto, la cabeza tranquila, cuando todo a tu lado es cabeza perdida. Si tienes en ti mismo una fe que te niegan y no desprecias nunca, las dudas que ellos tengan. Si esperas en tu sitio, sin fatiga en la espera. Si engañado, no engañas.
16. Si no buscas más odio, que el odio que te tengan... …Todo lo de esta tierra, será de tu dominio, y mucho más aún, serás hombre, hijo mío. Apagaron las luces. Cerré los ojos. Estaba demasiado alterado para dormir. «Te abandoné. Fue una decisión impulsiva, motivada por la creencia de que me estorbarías para mi vocación. Confundí mis intereses». ¿De modo que mi madre se deshizo de mí simplemente porque estaba confundida en «sus intereses»? ¡Qué estupidez!, pero luego rectifiqué mi ponderación al comprender que yo me hallaba en la cárcel por motivos similares. ¡A qué grado de ruina podía llevarnos la falta de planeación! Mi madre era un prototipo de fallas. Yo lo era, y por muy que me pesara, Saira, mi querida y dulce hermana también lo era. Cometió errores graves a causa de su muy particular confusión. Lo que Saira vivió no merece ocurrirle a nadie. Fue terrible, peor incluso de lo que me pasó a mí. ¿Por qué mi madre, mi hermana mayor y yo fallamos en lo más básico? Ni siquiera sabíamos si lo que nos gustaba, nos interesaba de verdad. «Gusto» es la atracción que sentimos hacia algo que nos proporciona deleite o beneficios. «Interés» es el deseo incontenible de aprender a fondo sobre algo. A mí, por ejemplo, siempre me gustó la música, pero nunca me interesó estudiar una carrera relacionada con ella. A pesar de tener ritmo y oído musical, era sólo un consumidor de melodías, fan, comprador, observador externo de algo que me causaba deleite. Por otro lado, y ésta es la gran paradoja, a mi hermana Saira además de gustarle la música, también le interesaba aprenderla; quería dirimir los cómos, cuándos y porqués; leía, investigaba y practicaba, ¡pero carecía de entonación y ritmo! Hoy entiendo que nuestra ocupación debe «gustarnos e interesarnos», y además nosotros debemos tener «talento y habilidad» para su realización. Si seguimos esos indicios, a la larga no nos volveremos como la mayoría de los empleados mal encarados que sólo esperan que el reloj marque la hora de salida para sentirse libres. Nos sentiremos libres en nuestro trabajo, se nos pasará el tiempo volando y nos pagarán por hacer algo que haríamos gratis. Estaba zambullido en mis meditaciones nocturnas cuando escuché un ruido sospechoso. No me sirvió de nada tener el sueño ligero y estar presto a defenderme si lo requería. Cuando quise moverme, era demasiado tarde. Dragón Cancún había saltado sobre mí, en la total oscuridad, insertando una punta de metal en mi garganta. El pánico me cortó el resuello. —¿Qué quieres? —Todo lo que guardas en el colchón. —Son cosas personales. Cartas, papeles. No tienen valor. —Dámelas —empujó la daga sobre mi piel y sentí cómo empezaba a cortarme. Apenas pude decir: —Sí. Aflojó la presión. Sentí el tufo de su aliento acre y sucio que lo había hecho tan famoso. Olía a bacterias dentales, a gingivitis, a gérmenes enquistados unos sobre otros en los resquicios bucales de alguien que no se ha lavado los dientes en años. Imaginé a ese patán mancillando el retrato de mi hermana y leyendo mi correspondencia en voz alta. Lo imaginé burlándose de mi
17. madre biológica. No podía permitir que se apoderara de mis pertenencias. Además, en el escondite también guardaba dinero. ¿Con qué pagaría la protección que todos le dábamos a los custodios? ¿Con qué compraría comida y alcohol? ¡Todo dentro de la prisión tenía un precio! Si perdías la capacidad de sobornar a los cuidadores, ellos mismos acababan contigo. Di un giro intempestivo y sostuve con la diestra el fierro que amenazaba con cortarme el cuello. Dragón Cancún me propinó un cabezazo en la cara que destrozó mi tabique nasal. Grité y lancé un puñetazo al aire, apenas rocé su oreja. Estaba demasiado cerca. Lo empujé haciendo un gran esfuerzo y caímos desde la litera alta. Chocamos con el concreto. Perdió su daga. Había poco espacio entre las literas, pero aún así luchamos cuerpo a cuerpo. Él era un matachín, sabía golpear, quería cumplir su promesa, no tenía intenciones de dejarme vivo. Yo, aterrorizado, atacaba para defenderme; aunque me sabía con escasas posibilidades de ganar una batalla contra ese monstruo, tenía bien claro que no podía darme por vencido. Los internos de la celda empezaron a gritar. «¡Pelea!» «¡Mátense de una vez!» «¡Enciendan las luces para ver!». Un fierro llegó a mis manos, no sé cómo alguien me lo acercó. En el instante mismo en que lo sentí entre mis dedos lo apreté para clavarlo en el cuerpo de Dragón Cancún. Gimió. La daga le penetró el estómago. La solté. Se levantó unos segundos para arrancarla de su cuerpo; pudiendo usarla contra mí, prefirió arrojarla y usar sus puños para aniquilarme. Se encendieron las luces y llegaron los guardias. Mi agresor, aunque herido, seguía golpeándome, gruñendo como fiera enloquecida y lanzando puñetazos sin mirar ni medir adonde. Yo ya no podía defenderme más; había terminado por encogerme cubriéndome la cabeza con los brazos e implorando en secreto que los custodios se dieran prisa en detener esa masacre. No lo hicieron. Creo que la dejaron continuar a propósito por varios minutos más. Al fin entre varios trataron de arrancarme al bravucón. Como no pudieron, trajeron un inmovilizador de alto voltaje. Se lo pusieron en la nuca, pero al momento de aplicarle el castigo, la corriente eléctrica me invadió a mí también. Quedamos los dos tendidos, desmayados. Él, sangrando por el abdomen, yo con el rostro destrozado. Nos llevaron a la enfermería. Entre sueños supe que me harían una intervención quirúrgica. Al menos fue la sugerencia del médico. Escuché que el personal de salud discutía con las autoridades del penal. Unos decían que podía perder el ojo, otros aseguraban que no importaba. Por fortuna, los médicos hablaron de mis derechos humanos y aunque tarde, consiguieron la autorización para operarme. Me sedaron. El dolor disminuyó al fin. Hice antesala encadenado a la camilla, en espera de que el modesto quirófano se desocupara. Dragón Cancún estaba siendo intervenido con prioridad, porque su herida, aunque menos escandalosa, era de mayor peligro. Oí que por nuestro mal comportamiento saliendo de ahí, ambos estaríamos destinados a la llamada Z.C. o zona de control, en la que los presos más peligrosos eran observados y sancionados. Yo no conocía esas celdas de castigo, pero me habían dicho que eran aterradoras. No supe cuanto tiempo estuve en el hospital de la penitenciaría, sólo sé que Dragón Cancún fue dado de alta primero, porque cuando me enviaron a la Z.C., él ya estaba ahí, esperándome.
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Decision Crucial
Teen FictionMediante una novela hipnótica, el lector podrá vislumbrar nuevos planes de vida para llegar a “hacer lo que le gusta y que le paguen por ello”. Contiene también un análisis de profesiones y GUÍA DE ESTUDIO.Siempre quiso ser profesionista, pero todo...