11.La mordida de Fugeiro Ética profesional

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Dejé la universidad e ingresé como inspector de obras públicas a la Municipalidad del pueblo. Mi trabajo consistía en vigilar las calles buscando construcciones en proceso. Un amigo gay de Lucy, que llevaba ya varios años de inspector, a quien llamaban Chiquito, me explicó: —Fíjate bien, compañero. Nosotros estamos facultados para medir, fotografiar, revisar planos, peritajes, instalaciones, uso del suelo, impacto ambiental, límites de altura, linderos, vialidades, cajones de estacionamiento, anuencia de colonos. ¡Son tantas cosas que siempre podemos pillar a los propietarios en alguna irregularidad! Entonces los «amarramos». —¿Cómo? Rio. Hizo un quiebre sutil y se enderezó de inmediato. Chiquito hablaba con excesiva formalidad. Sólo cuando estaba nervioso denotaba amaneramiento. —Amarrar significa colocar sellos de suspensión o clausura. Hacer imposible la regularización. Dar largas hasta que los parroquianos pierdan sus cabales. —¿Para qué? —Cállate y aprende. Chiquito se ofreció a enseñarme, poniéndose de ejemplo. Le encantaba lucirse, como lo haría un actor de teatro barato. Lo observé actuar varias veces. Siempre usaba el mismo método. Insinuaba amenazas y después dejaba entrever una posibilidad de arreglo. Cuando le ofrecían dinero, no importa cuánto fuera, se burlaba, soltaba una carcajada y decía que era muy poco; hasta se mostraba ofendido y fingía que se retiraba. El propietario de la construcción suplicaba ayuda y Chiquito aumentaba la suma de cinco a diez veces. Se mostraba amigable, pero enérgico. Con su método conseguía jugosos resultados. Después, yo lo felicitaba y él se ponía feliz; una vez incluso me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Tenía sus mañas. Desde entonces me volví un poco más parco. Pero necesitaba capacitarme. Todos los compañeros de trabajo me habían excluido, y Chiquito, rechazado también, me había adoptado. En pocos días aprendí que sin importar la calidad moral del ciudadano, casi ninguno se preocupaba realmente por estar legal, más bien todos se preparaban para sobornar a la autoridad y la autoridad tenía un engranaje de trámites tan trabado y oxidado que sólo podía moverse con el lubricante del soborno. Eso sí, los peces gordos se atendían en las oficinas. Más de una vez vi entrar a empresarios cargando portafolios llenos de billetes para entrevistarse con el Dire Fugeiro quien minutos después tomaba el botín y lo llevaba a la oficina de su superior donde varios funcionarios de corbata llegaban voraces a repartírselo. Cuanto describo sucedió hace años; refiere a otros inspectores y autoridades distintas a las

51. que están hoy en el poder. No dudo que en algunos casos se sigan realizando las vergonzosas prácticas de aquellos antecesores, pero también debo decir, pues lo he comprobado, que así como existen funcionarios corruptos, hay otros honrados, luchadores valientes, deseosos de hacer cambios reales. En el tema de los trabajadores de gobierno no podemos generalizar (ni en ningún otro). La honestidad o deshonor no dependen de partidos políticos o localidades (estaríamos generalizando otra vez), sino de personas. Sin embargo, en aquellos tiempos y en esa ciudad específica, el oficio de inspector era tan lucrativo que comenzó a generar recursos en mi haber. La sensación de holgura económica oscureció, debo admitirlo, las luces de mi integridad. En pocos días me había llenado los bolsillos de billetes, fui al tianguis de imitaciones y me compré ropa con bordados falsos de marcas finas y perfumes piratas. También adquirí mi primer celular. Cuando comía con Lucy yo pagaba la cuenta y cada semana le llevaba regalitos que Chiquito me ayudaba a escoger. Mi novia los recibía complacida. Estaba alegre de haberme ayudado a salir de paria. No tenía la menor conciencia de que la estructura que mantiene erguida a cualquier sociedad se llama ética profesional. «Normas y principios de conducta que marcan límites de acción para garantizar que los profesionistas actúen de forma correcta, de acuerdo a los propósitos de su trabajo». Por ejemplo. La ética profesional en la política, previene a un candidato para que no reciba dinero a cambio de favores futuros. En el periodismo previene a un reportero para que no reciba dinero a cambio de publicar una noticia tendenciosa a favor o en contra de alguien. En los negocios previene a los vendedores para que no hagan operaciones por fuera de la empresa para la que trabajan. En el comercio previene a los minoristas para que no lleven doble contabilidad u omitan ingresos con el afán de evadir al fisco. La ética profesional condena, casi siempre, conductas inapropiadas que tienen que ver con dinero. No sólo han existido funcionarios públicos que fracturan su ética; abundan también empresarios, dirigentes sindicales, banqueros, inversionistas, comerciantes, corredores de bolsa… De entre los más elegantes y distinguidos profesionistas han surgido los peores estafadores. Los medios de comunicación nos han hecho creer que valemos por lo que tenemos. Si manejamos un buen auto o usamos ropa de marca, merecemos el amor de mujeres hermosas y el aplauso de las masas, sin importar el origen de nuestra fortuna. Por eso la ética profesional está tan olvidada y la sociedad se está desmoronando. Es legítimo querer ganar dinero. Incluso está bien aspirar a ganar mucho dinero, pero siempre, y eso es lo difícil, dentro de los límites marcados por la ética profesional. La mayoría de los jóvenes dicen: «Yo quiero estudiar algo remunerativo; necesito tener dinero, dinero. ¿Esta carrera cuánto me reportará? No. Es poco. Escogeré otra. Quiero ganar más», pero ignoran, con frecuencia que su dignidad y felicidad son invendibles e impagables, que jamás deben prostituirse cambiando sus valores y virtudes por dinero. Yo lo hice. Una tarde llegué a buscar a Lucy para nuestro habitual almuerzo que orgullosamente yo pagaría. No la encontré en su mesa. Le pregunté a Gertrudis, su vecina de escritorio dónde estaba mi novia; Gertrudis se encogió de hombros y movió la cabeza, convulsiva, como alegre de conocer información que no estuviera dispuesta a revelar. Volteé para todos lados. Al fin la hallé.

52. Lucy venía saliendo de la oficina directiva. Sus movimientos eran rápidos, precipitados. En cuanto me vio, corrió a mis brazos buscando protección, pero luego se soltó y agachó la cara, avergonzada. —¿Qué te pasa, cariño? —Nada. Tenía las mejillas carmesíes, la blusa fajada hacia el costado derecho de su cintura, como si alguien hubiese forcejeado con ella para quitársela. —¡Dime la verdad! —exigí. Se negó. Tomó asiento y detecté en su hombro derecho una marca ovalada que amenazaba con volverse moretón. En el contorno de la huella, la sutil y menguante marca de unos dientes. Mi entendimiento se encegueció. Fui directo a la oficina del Dire. Estaba cerrada. Toqué, con los nudillos. Nadie abrió. Insistí enardecido. Creí que el sinvergüenza apertrechado detrás del cerrojo nunca se atrevería a dar la cara, pero me equivoqué. La puerta se abrió con brusquedad y un hombre adusto, alto, amenazador, vestido con gabardina a la usanza de los nazis del tercer reich, se paró frente a mí. —¿Se te ofrece algo? —su voz era de hielo. —Sí… no —dudé. —Querías derribar la puerta. Tendrás una explicación. —Mi novia. Lucy. Yo… la vi salir de aquí hace unos minutos. Estaba nerviosa. Como si usted la hubiese molestado —omití los detalles de la mordida. —¡Lucy! —gritó con la arrogancia de un marqués que le habla a su servidumbre—. ¡Ven acá, por favor! Mi chica apareció rauda, doblándose los dedos. —¿Sí? —Este muchachito dice que yo te estaba hostigando. ¿Qué le pasa al imbécil? ¡Explícale! —Uziel, el señor Fugeiro es un caballero. Me llamó la atención porque cometí errores al archivar documentos importantes. Eso fue todo —las palabras de Lucy sonaron francas, sin el menor indicio de mentira—. Malinterpretaste las cosas; me viste preocupada porque no me gusta fallar. ¡Discúlpate! Me negué a hacerlo. Miré al Dire de frente y él sostuvo el envite. Percibí en sus ojos un breve fulgor de cinismo. Comprendí que ese hombre era más ruin de lo que yo había pensado; asediaba a mi chica, participaba en marrullerías ingentes y estaba dispuesto a perjudicar a cualquiera que le estorbase. Supe todo en un instante y él se dio cuenta que lo supe. A partir de ese momento, de forma tácita nos declaramos la guerra. A sus espaldas había una fotografía del presidente local. Sobre una hornacina interior iluminada, el retrato de su esposa e hijos. Cuan viperina esencia podía ocultarse en sus formas de nobleza. —Perdone —apremió Lucy—, le pido una disculpa en nombre de Uziel. Él ha estado muy nervioso. Su hermana desapareció ¿sabe? Tiene muchos problemas. —¿Yestá en condiciones de trabajar aquí? Tal vez debemos mandarlo a descansar hasta que se reponga. —Estará bien, se lo prometo. ¿Uziel? Apreté la mandíbula y caminé hacia atrás sin dejar de mirar a mi nuevo adversario. Lucy me

53. jaló del brazo. Cuando llegamos a su escritorio, reclamó: —¿Qué te pasa? Ese hombre se está posicionando políticamente y cada vez tiene más poder. Puede aplastarnos con un dedo. —¿Por eso dejas que te muerda? —¿Qué? No digas estupideces. Intenté señalarle el hombro, pero ella se hizo a un lado con hosquedad. Gertrudis nos miraba de reojo.

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