Hice memoria. La última vez que vi a mi hermana, después de que me recuperé de los golpes que me dio el tatuado Paul, caminé por la calle, furibundo, tratando de estar a solas. Mi abuelo me siguió durante tres o cuatro minutos, luego dio la vuelta y aceleró dejándome solo. Quizá se preocupó por su nieta y prefirió apresurarse a seguirla a ella en vez de a mí. De seguro ponderó quien de los dos corría más peligro. Yo sólo estaba triste, deseoso de introspección, Saira en cambio iba borracha en un auto atiborrado de jóvenes imprudentes, también ebrios. Hurgué en la pila de papeles. Había un desorden. Hasta abajo había tres fotografías más del interior del auto. Una nausea repentina me hizo doblarme. Respiré y cerré los ojos un segundo. En la imagen se veían sobreexpuestos a la luz del flash los rostros de los accidentados. Parecían inconscientes, inmóviles, traumatizados. ¿Qué impúdico desvergonzado pudo retratar a esos jóvenes moribundos, en vez de ayudarlos? Sólo alguien mentalmente enfermo. ¿El abuelo? ¡Él estuvo en el sitio del percance! Tal vez hasta lo vio y lo escuchó. ¿Fue quien llegó primero y pidió ayuda? ¿Mientras esperaba la llegada de policías, tuvo la sangre fría para tomar esas fotos morbosas? «Los amigos de Saira tuvieron un accidente. Pero ese no es el problema. A Saira nadie la encuentra. Tu hermana ha desaparecido». Recordé sus palabras con precisión. ¡Él lo supo primero que todos! Pero algo no estaba bien. Descuadraba. Dijo que fue a investigar a la mañana siguiente; que acudió al antro cerrado y escuchó rumores de los vecinos respecto a un accidente en el que había muerto el hijo del dueño del bar. Dijo que fue a la policía y ahí le informaron. ¿Por qué mintió? Él estuvo ahí. Me puse de pie acobardado. Con pasitos febriles exploré la habitación, sin saber con exactitud qué buscaba. Entonces lo vi. Un pesado y denso escalofrío me recorrió la piel. ¡El vestido de Saira! Ese horrible vestido rojo brillante, satinado, inconfundible, irrepetible que había traído puesto el día del accidente. El que originó toda la discusión con mi padre aquella noche. El que Saira escondió debajo de un abrigo, indispuesta a cambiárselo para ir a su trabajo. Lo toqué con las yemas de los dedos. Estaba recién lavado y planchado. «Al vestido de su paciente le quité todas las manchas. Quedó como nuevo». ¿A qué tipo de manchas se refirió Tecla? ¿De sangre? De pronto tuve premoniciones siniestras. ¿Mi abuelo había matado a Saira? ¿La había secuestrado? ¿La tenía escondida en alguna bodega? ¿La encontró muerta y la enterró después de quitarle el vestido, preso de una locura repentina? ¡Dios! ¿Quién era el abuelo? ¿Por qué si
79. sabía lo que le había pasado a mi hermana, mantuvo tantos días el secreto, dejándonos sufrir a mi padre y a mí y desquiciando a los policías? —¿Qué buscas, Uziel? La voz me llegó por la espalda. Había sido descubierto hurgando en las pertenencias secretas de un hombre trastornado. —Na… nada… —volteé despacio. Era Tecla. —Olvidé dejar la nota de mis servicios. Debí colgarla junto a la ropa. Por mí yo no cobraría. Me apasiona mi trabajo. Estoy hecha a él, pero tu abuelo insiste en que deje mi cuenta. —Pásale. —¿Buscas algo, Uziel? ¿Te puedo ayudar? ¿Qué tienes? ¡Debiste comer un bolillo! —Tecla ¿de dónde salió este vestido rojo? —Estaba en el cesto. Hecho bolas. Tenía manchas de sangre seca. —Sangre… ¿Qué sabes respecto a él? —Nada. —¿Ni siquiera sabes de quién es? —No… Me recargué en la pared y respiré con agitación. —Ay, hijo, tú sí que estás mal. Debes comer algo. Pero que no sea aguacate porque te puede dar un torzón. Espérame aquí. Voy por un bolillo. Permanecí como enganchado a la pared, cautivo de una parálisis temporal. Mientras tanto, la señora fue a la cocina y regresó trayendo un pan. —Toma. Muérdelo. Apenas roí un poco la punta de la pieza, recuperé la movilidad. Salí de la habitación. Tomé mi portafolios que estaba sobre el sillón blanco de la sala; Tecla me persiguió con su bolillo insistiendo que le diera otra mordida. La ignoré. Abandoné el departamento, bajé las escaleras del edificio y me dirigí a la clínica del abuelo. Ya no me preocupé por los policías. En el camino pensé en Tecla. Dijo, aunque no logré captar cuánta veracidad había en su declaración, que su trabajo le apasionaba. Hoy sé que sólo se puede calificar un trabajo de «apasionante» cuando estamos dispuestos a realizarlo aún en momentos difíciles, incluso en condiciones de escasez o falta de recursos económicos. Otra prueba: Por lo apasionante trabajaríamos en medio del peligro, arriesgaríamos la vida o la integridad de forma voluntaria. Por último, un trabajo apasionante estaríamos dispuestos a hacerlo durante nuestro tiempo personal, invirtiendo horas extra y aún días de descanso o vacaciones. Los comentarios de Tecla cumplieron esos requisitos, pero me parece inverosímil que se sintiera tan orgullosa de lavar y planchar ropa cuando casi todas las mujeres de su gremio se quejan de una labor así. Lo que en realidad creo es que ella volvió a la casa con intenciones de descubrirme husmeando. Tomé un taxi. Los consultorios de odontología que el abuelo administraba se encontraban a espaldas de la única plaza comercial de la ciudad. El taxista manejó con destreza y llegamos en pocos minutos. Frente a la puerta principal del edificio había una patrulla. La policía me estaba esperando. Era lógico. Lucy les habría dado una lista de los domicilios a los que podrían buscarme. Dudé. Era más fuerte e impostergable mi necesidad de averiguar la verdad respecto a Saira que esconderme por un crimen que no cometí.
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Decision Crucial
Genç KurguMediante una novela hipnótica, el lector podrá vislumbrar nuevos planes de vida para llegar a “hacer lo que le gusta y que le paguen por ello”. Contiene también un análisis de profesiones y GUÍA DE ESTUDIO.Siempre quiso ser profesionista, pero todo...