21.El parietal de Saira Decisiones cruciales

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Fui sentenciado a diez años de prisión. Muchos factores desafortunados estimularon el brutal veredicto: las arteras mentiras de un funcionario ávido de poder, las sutiles marrullerías de una novia voluptuosa y la impericia de un abogado bigotudo que además de mediocre y narcisista había sentido por mí un rechazo espontáneo desde que me conoció. Mi abuelo y mi padre lo despidieron, por desgracia, después de que el daño ya estaba hecho. Una licenciada joven y agraciada dio seguimiento a mi caso en un litigio poco esperanzador. Me visitó con periodicidad. Era casada, pero cada vez que llegaba a la prisión a ponerme al corriente de los exiguos progresos, me alegraba la semana. Yo me comportaba de forma galante, fantaseando de amor y erotismo. Supe a través de ella que hubo una balacera y varios muertos en uno de los antros protegidos por el Dire; la policía encontró droga y se inició un proceso de averiguación para detectar posibles alianzas de las autoridades con los dueños del antro. Después me informó que Fugeiro fue descubierto en vinculación con el crimen organizado. Cuando eso sucedió, la abogada logró reabrir mi caso ante los juzgados y trabajó arduamente para demostrar que había sido inculpado de manera arbitraria. Según me enteré, el proceso no fue fácil. Un día llegó fuera de los horarios y días estipulados para visitas. No tuve tiempo de engalanarme. Cuando la vi proyectando una alegría tan desbordante, supe que había llegado al fin de mi suplicio. —¡Uziel! ¡Lo logramos! —zarandeaba un papel con membrete oficial—. Aquí está. ¡Tu orden de liberación! Traté por inercia de leer el documento, pero ella no dejaba de moverlo como si fuera el banderín de una porra deportiva. —¡Estás libre! —repetía con una informalidad impropia de su envestidura—. Tenemos un nuevo fallo judicial. Tu sentencia se cortó. Mejor dicho, se canceló. Puedes tomar tus cosas y salir. Ahora mismo. Afuera te están esperando. La noticia fue tan repentina que me di un gusto largamente anhelado. Abracé a mi abogada. Cuando lo hice lloré sonriendo y después sonreí llorando. —¿Cómo lo consiguió? —Ha sido un largo camino. Dale las gracias a tu padre. —¡A mi padre! —protesté. —Sí. Jamás lo hubiéramos logrado sin todo lo que hizo. Dejó el trabajo para dedicarse a tu defensa. Hipotecó su casa, pidió dinero prestado y emprendió muchas diligencias. Visitó funcionarios de Derechos Humanos, consiguió audiencias nacionales y aún internacionales, convenció a tu ex novia Lucy para que volviera a declarar y dijera la verdad, visitó programas de radio y televisión; se metió en problemas y hasta arriesgó su vida. Yo sólo fungí como

92. asesora y comparsa detrás de él. ¡Estaba decidido a sacarte de la cárcel! —¿Mi papá? —esta vez no protesté. Agradecí, pero no pude evitar que un fruncimiento involuntario delatara mi extrañeza—. No lo puedo creer. Yo siempre pensé que todo el trabajo de mi defensa lo estaba haciendo usted sola. —No. Lo más difícil lo hizo él. —Pero jamás me demostró afecto. —Uziel, hay personas a las que les cuesta trabajo mostrarse cariñosas, decir palabras de amor o dar abrazos, pero eso no significa que sean insensibles. En estos años he visto luchar a tu padre por ti, y puedo asegurarte que muy pocas personas en este mundo te aman como él. No pude evitar que una repentina descarga de lágrimas inundara mis párpados. Es cierto que durante mi niñez y juventud me hicieron mucha falta los abrazos y caricias de mi papá, pero toda su parquedad quedaba ahora borrada y justificada ante la noticia de otras demostraciones (en especie y actos) de su amor por mí. Tragué saliva. —¿Entonces, estoy libre? —Sí, Uziel —puso una mano en mi hombro, con la confianza de alguien que se ha convertido en amiga—. Ve a recoger tus cosas. Báñate y rasúrate —me dio una bolsa de plástico con ropa limpia—. Deja atrás para siempre toda la mugre de este lugar. Mientras te arreglas, terminaré los papeleos. En una hora, si te parece bien, nos vemos aquí. Detrás de esa puerta —señaló hacia la calle—, hay varias personas que quieren recibirte. Asentí. —Gracias —un pensamiento enredoso me incomodó—. Lucy no está ahí ¿verdad? No quiero verla. —Descuida. Ella se ha hecho a un lado de tu vida para siempre. —¿Logró lo que quería? —No. Con el ruido que hizo tu papá, se iniciaron nuevas investigaciones políticas. El señor Fugeiro Ramírez, acabó huyendo; está prófugo de la justicia. A Lucy la inculparon por encubrir los delitos de su jefe, pero alcanzó fianza. Ahora se dedica a coser ropa, con su madre. Si la llegas a ver, tal vez no la reconozcas. Se ha descuidado mucho. Ya no se arregla como antes y ganó más de diez kilos. —Vaya. Cuántas sorpresas en sólo tres años. Empacar mis pertenencias fue rápido. No tenía muchas. Desde que Dragón me despojó de los tesoros, decidí no guardar más. Había adquirido el hábito de leer a conciencia hasta fotografiar con la mente cartas, fotos y hojas que recibía para después romperlas. Aprendí a despojarme de todo lo material. El último baño de agua fría en la prisión me supo a libertad. Cerré los ojos e imaginé con mucho más facilidad que otras veces, que estaba recibiendo el cristalino y refrescante chorro proveniente de una cascada natural en medio de la selva. Imaginé también sobre mi cabeza un cielo azul y despejado, con unos cuantos cirros, como plumas dibujadas por el pincel caprichoso de un pintor inteligente. Qué gran placer fue ponerme calzoncillos nuevos y camiseta de algodón. Cómo gocé quitándole a los calcetines la etiqueta de compra. El pantalón me quedó grande, aunque era de mi talla. Ni yo ni la persona que con tanta dedicación adquirió esas prendas en la tienda, sabíamos cuánto había adelgazado por las inclemencias de la prisión.

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