19.Los bigotes del jurista Jóvenes preparados

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Fui detenido por asociación delictuosa en delitos contra la salud. —Ni siquiera conocía la droga —le dije al abogado—, jamás la he consumido. —Pero hay demasiadas pruebas en tu contra. Te sembraron cocaína dentro de un portafolios que olvidaste en la recepción de la clínica. Fabricaron testigos, e incluso tu misma novia declaró contra ti. —Esa… —pero no encontré apelativos suficientemente malos para calificarla—, se pudrirá en el infierno. El abogado, mi padre y yo esperábamos la llegada de los agentes federales que me transportarían a la capital. —¿Dónde está el abuelo? —pregunté. —Terminando de comparecer —dijo el abogado—. Él también tuvo un problema. Algo distinto. Inusual. Lo sancionarán por obstruir investigaciones y falsear información relacionada con su nieta. —¿Inusual? ¡Es increíble! ¡El mundo está loco! Un silencio oscuro contaminó nuestra ya de por sí precaria comunicación. Permanecimos callados hasta que el mutismo se hizo intolerable. —¿Cómo está Saira? —cuestioné. —Viva —contestó papá—. Físicamente sana. Sólo su mente… se está recuperando. Moví la cabeza. —¿Por qué? ¿Por qué? El jurista se rascó su abundante bigote que era en realidad una gruesa masa de pelos amarillos negros y blancos que le cubrían ambos labios y acumulaban minúsculos residuos de comida. Regresó al tema que lo ocupaba. Disparó a bocajarro: —Conviene que te declares culpable. —¿Cómo? —Es nuestra mejor opción. —¿Por qué? —El juicio en tu contra puede durar mucho tiempo y complicarse. Podrían condenarte a veinte años de cárcel o más, pero si aceptas haber cometido un delito menor y argumentamos tus limitaciones de responsabilidad, el juez dictará una sentencia corta y cerrará el caso. —¡Nunca voy a admitir algo que no hice! Ya se lo expliqué. Me están acusando sin fundamento. Convoquemos a una rueda de prensa. A mí no me van a meter a la cárcel así nada más. Voy a decir la verdad. Que todo el mundo lo sepa. El hombre se levantó a medias para inclinarse hacia mí. Refutó masticando su bigote con los

84. incisivos inferiores: —¿Y qué vas a decir? ¿Qué a tu novia, quien te traicionó con un funcionario público, le pediste que grabara a su amante cuando hacía malos manejos, pero ella se coludió con él y grabaron al presidente para hacerlo caer, y como llegaste amenazando de acusarlos de tener nexos con el narcotráfico te culparon de posesión de drogas? ¿Eso dirás? —Más o menos. —No es tan fácil Uziel. Lo de la grabación fue sólo un detonante… Todo estaba bien armado y sustentado desde antes. En las últimas horas han salido a la luz datos de cuentas bancarias y documentos que hunden al presidente y protegen al funcionario que quieres atacar. Hay una revolución política en nuestro municipio. Los ganadores de esta revuelta no van a permitirte comparecer ante los medios, y si lo hicieras, nadie te creería. También tu caso está bien armado. Para el gobierno, eres un vendedor de drogas. —¿De parte de quién está usted? ¿Quiere defenderme o destruirme? Mi padre intervino. —Si Uziel acepta ser culpable, ¿de cuánto estamos hablando? —¿Dinero? Nada. El caso no alcanza fianza. Lo sentenciarán de cinco a siete años —y aclaró al detectar mi gesto altanero—, que pueden ser menos por buen comportamiento. —¡No! —grité—. ¡No! —Lo siento. Me apreté la cabeza con ambas manos. El destino del hombre se gesta en la mente. Ahí se toman las buenas y las malas decisiones. «¡Haz algo! ¡Pronto!». Mi padre y yo permanecimos petrificados por la noticia de mi inminente encarcelamiento. Alguien tocó a la puerta de la oficina. El abogado se puso de pie para abrir. —Adelante, lo esperábamos. Era el abuelo. Traía su boina inglesa en la mano. Entró encorvado, con pasos cautelosos. Mi primer impulso fue levantarme para abrazarlo y suplicarle ayuda, pero apenas me alcé un poco, volví a sentarme. El abogado bigotudo quiso explicar los pormenores de mi problema otra vez. No se lo permití. En cuanto trató de acatar su arrogante papel protagónico, lo interrumpí y le di la espalda para hablar con mi abuelo: —¿Qué le pasó a Saira? ¿Dónde la encontraste? ¿Por qué no nos dijiste que estaba contigo? —Estos días han sido muy difíciles —contestó arrastrando las palabras. —Y por lo visto se pondrán peor —contribuyó el abogado con una tonadita sarcástica que rayaba en sadismo. Me molesté. —Cállese, ¿quiere? Escandalizado por mi desdén, se levantó de la silla. —Voy a estar afuera unos minutos para cuando quieran que tratemos el asunto por el cual me contrataron. El hombre salió y dio un portazo. Murmuré «imbécil». Ese día cayó el velo de inocencia que tapaba mi entendimiento y vi los terribles efectos de la ineptitud profesional en el mundo. Hoy lo asevero sin el menor resquicio de duda. Yo no hubiera pasado

85. por el infierno de la cárcel si aquel abogado hubiese sido más competente, si el funcionario que me acusó hubiese sido más íntegro, si los altos mandos del sistema penitenciario hubiesen dejado de orquestar prácticas de perversión… En todas las áreas de trabajo ocurren abusos y omisiones. Ante ello, sólo tenemos dos opciones: O nos hacemos los desentendidos, o nos convertimos en personas influyentes capaces de ayudar a la reconstrucción de la sociedad. Me consta que, así como hay gente mala, también hay profesionistas respetables que han tomado la batuta en medios de comunicación, empresas y puestos políticos para crear conciencia social de legalidad y honestidad. La lucha de estos próceres contra la vileza enquistada, ha sido ardua y desesperante. ¡Pero hace mucha falta (demasiada) la participación de jóvenes estudiosos y preparados, capaces de sumarse a las buenas obras inconclusas! El país necesita reformas económicas, fiscales, laborales, energéticas. ¡Sangre joven debe participar en implementarlas y llevarlas a cabo! Los buenos deseos no sirven de nada. Se requieren títulos, documentos, respaldo, dinero limpio y eso sólo se logra estudiando. Mis compañeros de rehabilitación parecían entre indignados y turbados (si tales epítetos pudiesen concederse a hombres fieros cuyo corazón se había hecho de piedra por los rigores de la cárcel). De la misma forma como me había explayado durante varios minutos sin parar, me di cuenta de que ya no quería seguir. El ejercicio de recordar con detalle me había extenuado al grado de dificultarme la articulación de palabras. Había sido suficiente por ese día. —¡Sigue, lampiño! —¿Qué pasó con tu hermana? —¿Qué explicaciones dio tu abuelo? —Profesor —increpé desconociendo la petición de mis compañeros—. Estoy muy cansado, ¿puedo continuar otro día? —De acuerdo, Uziel. Hubo una exclamación grupal de protesta. —Además —prosiguió el mentor—, hay otros temas que debemos tratar en esta reunión — los desacuerdos se acentuaron—. Ustedes hicieron un trabajo de investigación con todos los pormenores de aquello que les gustaría hacer cuando salgan de aquí. Estamos volviendo a soñar —regresó su vista a mí—. Perdiste varias sesiones, Uziel, y debes ponerte al corriente. Quiero que también tú hagas el ejercicio. Bien —se dirigió a los demás—. ¿a quién le toca exponer hoy? Beto Marrano se puso de pie y habló. Nos enteramos de que ya no abrigaba esperanzas de convertirse en piloto. Ahora quería ser jugador de boliche profesional. En cuanto comenzó a exponer, se oyeron comentarios bromistas. Le llamaron chiflado, infantil y Beto Picapiedra. El moderador exigió respeto, pero ciertamente resultaba risible imaginarse a ese gordo expresidiario perfilándose como campeón de bolos. Me pregunté a qué querría dedicarme si salía de la prisión. Con profunda vergüenza reconocí que, a pesar de todo lo que había vivido, seguía confundido con las múltiples opciones. Recordé el análisis de la maestra Lola. Cuando lo tuve en mis manos por segunda ocasión me cautivó. Quizá podía reconstruirlo. Siete mil libros en la biblioteca del presido no eran pocos. Si me

86. dedicaba en serio, daría vida a mi propio análisis fundamental para exponerlo en alguna sesión, sobre todo para entenderlo y vivirlo, aunque de manera tristemente extemporánea. Con el paso de los años, la frágil tesis que redacté en la prisión desapareció, pero un escrito dio pie a otro; completé, modernicé e incluso comparé mis apuntes con los de la universidad a la cual ingresé después y de la que finalmente egresé. Todo para dar luz a un documento de suma importancia y singular valor. Estoy convencido que pocos ejercicios pueden ser de mayor provecho para un joven que el análisis fundamental de carreras. Lo expuse en mi grupo de rehabilitación de la cárcel. Aunque el mentor se desvivió en halagos hacia mi trabajo, los compañeros internos reaccionaron con indiferencia. Ver expuestas tal número de opciones para estudiar, a Marranito, según él, le produjo dolor de cabeza. El resto refirió, bulliciosamente, achaques similares. Cuando supieron que las exposiciones teóricas habían terminado y que aún nos quedaban varios minutos de sesión, comenzaron a pedirme, con sus acostumbrados modismos inciviles, que les contara cuanto había sucedido con Saira y mi abuelo. Accedí. Después de todo, ese grupo de rufianes y yo estábamos de verdad rehabilitándonos.

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