5 Las piernas de Lucy ¿Trabajar o estudiar?

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Caminamos hacia la fonda sin hablar. Nos sentamos. —Estabas coqueteando con ese tipo. Lo vi. Ni siquiera me presentaste como «tu novio». Luego te comportaste como avergonzada. ¿Qué está pasando Lucy? —Nada. Es mi jefe, no puedo ser grosera con él. —Pues quiero que dejes de trabajar. —¿Y quién me va a dar el dinero que necesito? ¿Tú? —¡Claro! —Uziel, yo te quiero mucho, pero ni siquiera has decidido qué carrera vas a estudiar. Te la has pasado saltando de rama en rama —rio—. Como mono… Su chiste no me causó gracia. Lo encontré incluso ofensivo. Quise tragar saliva y no pude. Era lógico. ¿Con qué derecho podía exigirle que dejara de trabajar si yo estaba tan lejos de lograr el reto básico de cualquier hombre: generar recursos suficientes para brindar condiciones cómodas a sus seres queridos? Lucy tenía un pequeño auto propio y ayudaba a la economía de su casa, mientras que yo me transportaba en microbuses y no podía ni pagar la cuenta del restaurante. Frente a ella, era un paria. —Te gusta trabajar aquí —le dije—, porque los hombres te adulan, pero algún día, yo seré un profesionista y tú una desempleada inculta. Me miró con asombro. Terminó la sopa en un minuto y el guisado en dos. Se puso de pie; dejó un billete sobre la mesa. —Paga la cuenta y quédate con el cambio. Nos vemos. —Espera —salí corriendo tras ella—. ¿Por qué me haces esto? ¡Por favor, no abuses de mí sólo porque tienes más dinero! Se detuvo. La tomé de un hombro y la hice girar con suavidad. Su rostro parecía desencajado, dolido, a punto del llanto. —¡Me faltaste al respeto! —Perdóname. Estoy muy desesperado. Tú y yo estudiamos juntos en el bachillerato. Te diste de baja en el segundo año. Se suponía que deberíamos seguir juntos en la universidad, con carencias, sí, pero sintiéndonos orgullosos de ser jóvenes y de forjar nuestro futuro. Yo soy estudiante, no tengo nada que ofrecerte, y ahora me da rabia ver cómo te acechan otros hombres. Lucy bajó la guardia. Quizá la hice recordar los tiempos en que, devastada porque su padre se fue con otra mujer y su madre se quedó sola a cargo de cuatro hijos ejerciendo un precario y exiguo oficio de costurera, decidió buscar empleo para ayudar a sufragar los gastos de su hogar.

24. —Los hombres son todos iguales. Mujeriegos, libidinosos, pero conmigo se topan con pared. —¿Y tu jefe? —Fui yo quien lo llamé. Supe que está contratando inspectores y le pedí una oportunidad de trabajo para «mi novio, Uziel». Él sabe quién eres. No guardo secretos. Me sentí avergonzada cuando llegaste de improviso porque estaba hablando de ti, abriéndote un camino laboral, sin consultarte. Mis recientes celos parecieron un tonto despliegue de machismo. Ella era una mujer buena. No merecía un energúmeno como yo. Entonces la abracé y se dejó abrazar. Regresamos a la fonda. Nos sentamos de nuevo a tomar café y postre. —Uziel, ¡ven a trabajar conmigo! Forjemos juntos el futuro del que hablaste, pero caminando en tierra firme. —No lo sé… Mi padre no quiere que yo trabaje, me ha insistido en que, pase lo que pase, llegue a ser profesionista. —¿Y para qué? La vida real está aquí. En las empresas públicas y privadas. ¡Haz tu carrera donde debes! Tienes veinte años. Si te aferras a la universidad, terminarás a los veinticuatro, luego te titularás y quizá querrás hacer un postgrado. A los veintisiete serás un erudito sin dinero, sin empleo y sin experiencia. Entonces entrarás como practicante ganando una miseria. No sé si podré seguirte pagando el taxi y la comida tanto tiempo. —Eres cruel. —Soy realista, amor. ¡Compra el periódico y lee los anuncios de trabajo! Se buscan jóvenes experimentados. Por eso hay que entrar al mundo laboral cuanto antes. Mírame. En tres años he pasado por varios puestos y he escalado en un sistema. A los veintisiete tendré nueve de experiencia y seré muy joven aún para ser promovida. —Te desconozco, Lucy. Has cambiado. —He madurado. ¿Sabes por qué? Porque salí del cascarón. —Pero a la larga te faltará cultura —insistí con el argumento que tanto machacaba mi papá —. En la escuela enseñan cosas que tú nunca sabrás. —¿Cosas? —se rio—. ¿Qué cosas? ¡Yo leo libros! Soy autodidacta. Sé lo que quiero y necesito saber. No pierdo el tiempo estudiando materias que no tienen aplicación. Lo que sirve se aprende en la jungla de la vida, no en las aulas. Bajé la vista. Observé sus piernas desnudas. Usaba una falda muy corta. —Pe… pero un título profesional respalda lo que… sa... sabes… —¡Mi vida, despierta! La mayoría de los estudiantes pasan la escuela sin aprender, persiguiendo un papelito que sólo les infla el ego, pero con dinero podrías mandar a imprimir veinte títulos y enmarcarlos con polvo de oro, si eso es lo que tanto quieres. Sin dinero, en cambio, el diplomita no te servirá de nada. Amor, tú eres muy inteligente. Aterriza —tomó mi mano y la puso sobre una de sus piernas; mis instintos se erizaron—. A ver ¿por qué te cambiaste de ingeniería a leyes y ahora quieres probar en medicina? —se inclinó para hablarme de cerca—. Porque te desespera aprender conceptos inútiles y hacer trabajos con compañeros que sólo piensan en jugar. ¿Sí o no? Asentí; me había convencido. Aproveché su cercanía para besarla. Era seductora. Mi mano quiso moverse por impulso propio y comenzó a rozarla con suavidad. Ella lo permitió. Los muslos de Lucy eran remarcables, largos, encarnados; sus gemelos finos y musculosos. Solía

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