8.El tufo de las ratas Llamado

803 10 0
                                    

El hipo me despertó, pero al volver pesadamente a la vigilia percibí que un dolor sordo en la cara me arrastraba hacia la verdadera pesadilla de mi vida. —¡Abre los ojos, lampiño! Ya terminó la cirugía. Sentí las cachetadas del anestesista, mis párpados pesaban como si fueran de plomo. —¿Me escuchas? Quise decir que sí. Sólo produje un gemido pastoso. —Ya está consciente —anunció el doctor—. Me voy. Denle tres horas en la sala de recuperación. Luego regrésenlo a las celdas. —Por lo que sé —contestó una voz lejana—, a éste le toca ir a la Z. S. Casi mata a un compañero. —Sí, sí, pero en la zona de control están todos los internos hacinados. De ser posible dejen a éste solo por un tiempo. Si le rompen la cara otra vez, no volveré a repararlo. Voces y pisadas se fueron alejando. Aproveché para medir la posibilidad de huir. De inmediato percibí que mi pierna derecha estaba encadenada a la pata de la camilla. —No, Dios mío. ¡No! —Esta vez mis palabras sonaron mejor articuladas. Con profunda pena quise volver a dormir, regresar en sueños al pasado, que aunque también ingrato, era al menos soportable. Lo conseguí a intervalos. Mi padre estaba despierto cuando llegué a la casa. Era de madrugada. Acababa de ducharse. Entré a su recámara. —¿Ya se te pasó el efecto del somnífero? —¿Por qué preguntas eso? ¿De dónde vienes? Estás empapado. —Anoche quise despertarte para decirte que Saira había salido de la casa, enojada y borracha. Me dijo cosas. Explícame, papá. ¿Es cierto que mi madre biológica me abandonó? ¿Por qué nunca me dijeron que soy adoptado? —¿De dónde sacaste esas ideas? —Ya te dije. Saira me explicó. ¡No lo niegues porque es verdad! ¿Te acostaste con la sirvienta? —Jamás. Siempre le fui fiel a tu madre. —Sólo dime una cosa ¿soy tu hijo? Su silencio fue suficiente para confirmar mis temores. —¿Entonces, si no soy tu hijo, por qué durante dos años me obligaste a llorar en la tumba de tu esposa cada fin de semana? ¿Por qué me golpeabas cuando hacía travesuras? ¿Por qué ahora

37. me exiges que estudie una carrera? ¿Quién eres para mandarme? —Uziel. La mujer que te dio a luz desapareció. A ella no le importó que pudieras morir. Yo te eduqué, proveí para tus necesidades. Eres mi hijo. Te di amor. —¿Cuál amor? Es fácil decirlo. Nunca me has abrazado, jamás me has dado un beso. Claro, eres muy frío porque estuviste en el ejército y ahí te disciplinaron a golpes. Abandonaste la carrera militar, entraste a la policía y has sido un agente de tránsito por años. Tuviste cien altibajos. Nunca te ha gustado tu trabajo y has desquitado tu frustración lastimando a tu familia. Sobre todo desde que tu esposa falleció. Dices que detestas la mentira, pero me mentiste. Saira tiene razón. No es mi hermana. Mi abuelo tampoco es mi abuelo. No tengo familia. —¡Ea, ea! ¡Espera! He estado contigo en las buenas y en las malas. Siempre lo estaré. Eso cuenta ¿no? Alguien movió mi camilla. Entre sueños miré las paredes del sanatorio carcelario. Si mi padre dijo la verdad debía estar conmigo ahí. Vislumbré borrosamente alrededor. No estaba. «Mentiroso», balbucí. Cerré los ojos y volví al pasado. Aquella mañana, salió a trabajar como siempre muy temprano y como siempre me prometió que hablaríamos después. Me quedé solo en la casa. Sonó el teléfono. Era el abuelo quien esa noche se había ido a dormir a su departamento. Parecía preocupadísimo por Saira. Le informé que no había llegado. —Debe estar con sus amigotes —dije casi a gritos—. La muy tonta olvidó su celular. ¡Abuelo, nuestra familia es un caos! Mi padre jamás me ha querido. No sé para qué me adoptó. Mi hermana es una arpía. No la soporto ni ella me soporta a mí. Entre nosotros no hay amor. No existe nada. —Estás hablando sin pensar, Uziel. —Es nuestra costumbre. Las tres horas en la sala de recuperación, volaron. Mareado y con nauseas por la anestesia, fui obligado a ponerme de pie para caminar hacia las celdas. Lo hice deteniéndome de las paredes. Tenía un vendaje sobre la nariz que abarcaba hasta mis pómulos. Respiraba por la boca. —¡Camina, valentón! El custodio que me condujo a la Z. C., informó al encargado las recomendaciones del médico respecto a que me convenía estar solo, pero el jefe lanzó una befa y manifestó maldiciendo que en esa porqueriza de malhechores no existían suites privadas y que más me valía recuperarme rápido o acabaría hecho pomada. Dada mi condición, procuraron al menos conseguirme una cama. En la Z. C. los pocos colchones eran mucho más cotizados. Obligaron a un reo a ceder el suyo. Lo hizo de momento pero detecté su rabia contenida. En cuanto el custodio se fue, me bajé al suelo sin decir palabra

Decision CrucialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora