20.El delito del abuelo

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Aquella noche lluviosa, saliendo del karaoke bar, el abuelo me siguió por la calle durante pocos minutos, después, como movido por un presentimiento alarmante, dio la vuelta y regresó al antro. Varios jóvenes que habían presenciado la reciente partida del Kia verde atiborrado de ocupantes chispos, estaban despidiéndose en la calle. El abuelo les preguntó: —¿Alguno de ustedes sabe adónde fueron los muchachos del Kia? Los clientes del bar se miraron entre sí con extrañeza, denotando incluso disfavor. «¿Qué quiere este ruco?», «no le hagan caso». El abuelo insistió y todos le dieron la espalda. Para su asombro, el vigilante del antro se acercó: —¿Usted es familiar de la Saira? —Sí. ¿Sabe a dónde se dirige? —De seguro van rumbo al Hotel del caminito. Está en la carretera libre a Valle Alto. En el kilómetro catorce. Ahí hacen fiestas muy prendidas y alquilan cuartos baratos. Ya sabe. El chavo que va manejando se llama Paul. Está medio pasadito de copas. Paul es hijo del dueño de este lugar. ¡Dése prisa! Ojalá que no les suceda nada malo porque su papá me mataría. El abuelo había comenzado a avanzar antes de que el vigilante, a quien de seguro después tuvieron que matar, terminara su explicación. —Gracias —le dijo sacando la mano por la ventanilla. Aceleró rumbo a la carretera de Valle Alto. Era angosta, vieja y sinuosa. Los jóvenes del Kia le llevaban diez minutos de ventaja, pero como se detuvieron en una tienda a comprar cervezas, les acortó la distancia. Eran pasadas de la media noche y estaba lloviendo, así que había poco tráfico en la carretera. Sólo traileres de carga y uno que otro autobús foráneo de infame calidad (los lujosos usaban siempre la autopista de cuota). Por más rápido que el abuelo manejó, nunca logró darles alcance, pero estuvo muy cerca, apenas a unas dos curvas de distancia cuando sucedió la tragedia. Se escuchó un ruido espeluznante. La inconfundible colisión de metales precedida de largos rechinidos agudos profanó la tranquilidad del aire. El abuelo se encrespó, parpadeó y un bombazo de alta presión le agredió las sienes. Adivinó lo que había sucedido. Dos camiones de carga se detuvieron en la curva obstruyéndole el paso. No lo dudó ni un segundo. Bajó del auto y corrió. Vio lo que tanto temía. El compacto de los jóvenes estaba incrustado con un autobús en ángulo de cuarenta y cinco grados del lado frontal izquierdo. El motor había entrado al habitáculo de los pasajeros prensando al conductor. El asiento del copiloto, en cambio estaba casi intacto, pero vacío. Se aproximó tratando de localizar a su nieta. No la vio por ninguna parte. Intentó abrir las portezuelas. Imposible. Se habían fundido con la carrocería. Notó que la capota estaba abierta. Era, el único acceso al vehículo por el que podría iniciarse un rescate. Subió al cofre y se asomó al agujero del techo. En los derrapes previos a la colisión una persona de pie pudo haber salido volando por ahí. La noche era oscura y no distinguió los rostros de los ocupantes. Todos estaban inconscientes. Con gran agitación regresó a su auto y buscó su celular, los números de emergencias y una

88. linterna. El chofer del trailer frente a él ya estaba llamando a la policía por su radio comunicador. No encontró la lámpara que necesitaba, pero había una cámara portátil. Sus atributos mentales estaban disminuidos por la pavura, y pensó, ilógicamente, que si disparaba la cámara, el brillo del flash le ayudaría a ver en la oscuridad. Regresó al sitio del accidente y apretó el obturador varias veces tratando de encontrar a su nieta. No le sirvió de nada. La luz del flash era muy rápida, deslumbrante y los ocupantes del vehículo aplastado, irreconocibles. ¡Cómo tardaban en llegar las ambulancias! Habían pasado casi diez minutos desde el momento del choque cuando detectó algo que le heló la sangre. Una sombra dentro de su auto. Alguien había subido por la puerta lateral. Se acercó de nuevo al coche, con pasos lentos. Pensó que el miedo le estaba jugando una terrible broma. —¿Quién anda ahí? —quiso preguntar, pero su voz salió afónica, casi inaudible. Al fin llegó al auto y sintió que el horror se confundía con esperanza. Una mujer sucia, enlodada, despeinada, y con la cara ensangrentada, lo miraba fijamente. Se había sentado dentro de su vehículo, en el lugar del copiloto. Abrió la portezuela y la luz interior se encendió. La mujer iba ataviada con un vestido rojo de satín. —Vámonos —articuló pasmosamente como los muertos vivientes de películas terroríficas que ignoran su pavoroso aspecto—. Hay mucho tránsito en esta carretera. —¡Hija! ¿Cómo? ¡Jesús! ¿Estás bien? ¿Me reconoces? —Yo no quería venir a la boda. Hay demasiados coches. Una rajadura en la parte lateral de su cabeza manaba sangre casi a borbollones. La hemorragia le escurría por la cara y el cuello, empapándole el vestido. La joven había salido volando por el capote del auto segundos antes de la colisión. El abuelo recostó a su nieta que parecía cataléptica y examinó su herida. Era profunda; después la miró a los ojos. Estaba en shock. —¿Te duele alguna parte del cuerpo? ¿El estómago? ¿El pecho? ¿Las extremidades? ¿Respiras bien? —Sólo tengo sueño. Bailé mucho en la fiesta de mi mamá. Quiero irme a dormir. Él arrancó el motor y giró el volante. La llevaría al hospital. Sabía que no debía hacerlo. Por procedimientos médicos e incluso legales, era su obligación esperar las asistencias en el lugar del accidente, pero había demasiados heridos ahí, y los paramédicos suelen tener recursos limitados. Además seguían demorándose. Aceleró regresando a la ciudad. Cruzó de frente con una fila de patrullas y ambulancias que ya venían. Cuando llegó a la clínica particular, Saira seguía diciendo incoherencias. Él declaró que su nieta se había caído de la azotea. Sabía que los accidentes de tránsito conllevaban trámites de orden judicial y que él había cometido un ilícito al transportar por su cuenta a una lesionada. Al internarla, también cambió el nombre de la joven y el suyo propio. A pesar de haber mentido, exigió que le hicieran exámenes completos para descartar alguna fisura craneal. No encontraron nada de peligro. En efecto, el traumatismo le había producido una herida que precisó ser cosida y un chichón descomunal. Aunque su cerebro se había desconcertado, no había hemorragia

89. interna. El resto de su cuerpo estaba ileso. A las seis treinta de la mañana, el abuelo llamó por teléfono a la casa. —Hola —contesté. —Uziel. ¿Cómo estás? ¡Hablo por lo de Saira! —Debe haberse ido con sus amigotes —dije casi a gritos—. La muy tonta olvidó su celular. ¡Abuelo, nuestra familia es un caos! Mi padre jamás me ha querido. No sé para qué me adoptó. Mi hermana es una arpía. No la soporto ni ella me soporta a mí. Entre nosotros no hay amor. No existe nada. —Estás hablando sin pensar, Uziel. —Es nuestra costumbre. Que bueno que puedes irte a un departamento aparte para descansar de nosotros. ¿Nos vemos pronto? —Sí, hijo, nos vemos pronto. El abuelo comprobó con profunda tristeza que yo tenía serias grietas en mi estima y que el único capaz de remendarlas era mi padre. Razonó también que si ambos ignorábamos la suerte y el paradero de Saira, tarde o temprano nos sentaríamos a reflexionar respecto al tesoro de tener una familia. ¡El desprendimiento y coraje escondido entre padre e hijo tenían que llegar a su fin! Quizá la consternación de saber a Saira perdida nos ayudaría. Pensó que si mi padre lloraba por su hija desaparecida y consideraba la posibilidad de que hubiera muerto, se enfrentaría al hecho de que su único consuelo y compañero sería yo… A mi vez extrañaría y valoraría a mi hermana, que siendo tan noble y creativa, distaba mucho de merecer el adjetivo de arpía. Cuando me enteré de estos razonamientos me parecieron sensatos, pero después pensé diferente. Había algo enfermizo, intrínsecamente erróneo en lo que mi abuelo hizo. Jugó a ser Dios y, como le ocurre a todos los que ensayan con ese esparcimiento, acabó siendo expulsado de su paraíso. La noche del accidente Saira durmió de corrido. Cuando despertó, seguía sin reconocer a nadie. Tenía amnesia retrógrada. El abuelo la sacó del hospital y la llevó a la clínica de su socio y amigo. Ahí la observó y la cuidó, pero su plan se complicó. Una mañana, Saira escapó de la clínica. El abuelo la buscó por toda la ciudad: en el karaoke bar, en el sitio del choque, en el hospital donde la atendieron de primera instancia. Como dejó pistas y recados, el policía que investigaba la desaparición de la chica desde el día del choque ató cabos y dedujo la extravagante infracción que había cometido aquel hombre al esconder a su nieta. Aún así, el abuelo pasó ese vía crucis solo, sin poder solicitar ayuda a las autoridades, obstinado en no revelar la verdad. Se arriesgó demasiado. Mientras vivía su propio infierno secreto yo construía el mío palmo a palmo. Papá, por su parte, trabajaba con mayor denuedo de día y consumía más benzodiacepina de noche. Al fin, el abuelo encontró a Saira entre vagabundos, durmiendo debajo de un puente. Por fortuna, mi hermana no sufrió ataques ni daños mayores. Al rescatarla, la abrazó y lloró con ella. De vuelta a la clínica, en el auto, le habló con vehemencia, de forma desesperada. Le relató su vida, desde que nació hasta la fecha. Le describió todas las sensaciones olfativas, auditivas, visuales y gustativas que pudo. Trató de detallarle el aspecto (y tatuaje) de su novio Paul (sin decirle que había muerto), y exprimió su memoria al enumerar canciones y bailes que alguna vez la vio representar en un escenario… Fue entonces cando Saira mostró sus primeros visos de

90. conciencia. —Paul. ¿Dónde está? Se va a enojar conmigo. No he ido a trabajar al karaoke bar. —Despreocúpate, hija. Has estado enferma. Él comprenderá. —¡Abuelo! ¿Por qué te ves tan ojeroso? Comenzó a reír. —Si supieras….

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