14.La saliva de Chupacabras Flexibilidad

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Desperté sobresaltado. Los estímulos eran demasiado intensos para formar parte de mis pesadillas. Había fuego en la celda de enfrente. Los internos gritaban y decían maldiciones, pero no pedían auxilio. Parecían disfrutar del resplandor quemante. Logré asomarme por un resquicio de la reja. Dragón Cancún, ayudado por varios hampones, había logrado secuestrar al mismísimo Chupacabras, un guardia famoso por su crueldad. Lo tenían hincado junto al retrete desbordante. Estaba semidesnudo. Su camisa recién arrancada a tirones, puesta en medio del calabozo, servía de combustible en una peligrosa hoguera de protesta. El humo debía ser asfixiante porque se estaba extendiendo en toda la zona de control. Varios comenzamos a toser. —Se van a quemar vivos —balbucí—. El fuego se puede extender a todo el edificio. Lograron arrancarle al Chupacabras la tarjeta maestra que había escondido en sus calzoncillos. Con ella abrieron su celda y después otras. La nuestra al final. Salimos a toda prisa, pero el portón acerado de la esclusa había sido apertrechado por la policía interna. No podríamos abandonar el sector. Antes nos matarían. «¡Queremos agua!». «Perros, malditos». «Sáquenos de aquí». «Dénos de tragar». Una sirena estrepitosa dañó nuestros tímpanos. El escaso mobiliario comenzó a volar por los aires haciéndose añicos. Hubo varios descalabrados. Se encendieron más fuegos. Para ello, algunos se desnudaron voluntariamente. Piras compuestas con ropa vieja y cobijas piojosas refulgían aquí y allá. Me di cuenta del peligro en que estaba. Traté de guarecerme tras una columna. Mi visión quedó limitada; siguió siendo pavorosa. Las rejas de todas las celdas de castigo habían sido abiertas. Por el vestíbulo corrían los amotinados, eufóricos, dementes, como insectos huyendo del DDT. Cancún había amarrado al rehén por las muñecas y lo arrastraba de los cabellos en medio del corredor. —¡Vengan a patear este saco de basura! Los presos comenzaron a desfilar propinando puñetazos y puntapiés. A Chupacabras siempre se le escurría un hilillo de saliva por la comisura labial. Esta vez comenzó a escupir copiosamente ante cada golpe que recibía. Cierto es que ganas no me faltaron de contribuir a la paliza. Sujetos como ese eran los culpables de que la cárcel fuera un sitio de tanta degradación. Chupacabras en combinación con otros custodios, introducía droga, fierros, prostitutas; vendía comida, agua, cobijas; organizaba pandillas e incluso enseñaban a los presos, siempre a cambio de dinero, cómo extorsionar a la población civil por teléfono; para ello, Chupacabras y sus socios allegaban información, estados de cuentas, números telefónicos, páginas del directorio. Custodios como aquel eran más crueles que muchos de los internos.

63. —¿Qué estás haciendo detrás de esa columna, lampiño? Cancún me había descubierto. Se aproximó jadeando. Metió dos dedos a mis fosas nasales y me arrastró hacia el centro del barullo. Un dolor paralizante me hizo gritar. Quise quitarme la presión sobre mi tabique roto, pero no lo conseguí. —¡Háganse a un lado! Chupacabras en el suelo dejó de recibir azotes ante el mando del cabecilla. —Ven acá, lampiño, imbécil. ¡Mata de una vez a este cabrón miserable! De inmediato comprendí que Cancún quería que todos, especialmente sus adversarios compartiéramos con él culpa y consecuencias. Estábamos siendo filmados. —¡Pégale! Chupacabras giró la cara ensangrentada y me miró, suplicante. Había llenado el piso de saliva. —¡No! —contesté. —¡Obedece, pendejo! —¡No! Dragón me aplicó una llave que me hizo caer de bruces con un impacto sordo. Quedé tendido junto al guardia. Supe que ahora la paliza comunal tendría otro destinatario. Pero algo muy afortunado sucedió. Desde afuera nos arrojaron pastillas de gases lacrimógenos. Los vapores picantes colmaron el lugar. El custodio se laminó sobre el suelo tapándose la nariz con ambas manos. Lo imité. Los policías antimotines entraron al sector repartiendo catorrazos. En pocos minutos la rebelión fue controlada y los presos volvimos a las celdas, destinados a sufrir un recrudecimiento, de las ya insuperablemente malas condiciones. Por fortuna, la grabación del video, aunada al buen alegato a mi favor del guardia a quien no quise patear, me hicieron merecer el premio de que mi castigo se suspendiera. Regresé a las celdas normales. ¡Cuan amplias y limpias me parecieron! Había agua, comida y libertad para salir a las zonas comunes. ¡Cómo valoré el privilegio de caminar por «el pueblito» e ir al gimnasio equipado con dos viejas caminadoras, una bicicleta fija de rodillo y varios juegos de pesas metálicas oxidadas! Casi nadie hacía ejercicio, porque la mayoría de los presos preferían drogarse. Me sentí privilegiado de acudir también a los salones de estudio. Áreas, casi siempre desiertas de visitantes. Los siete mil libros de la biblioteca estaban disponibles casi para mí. También comencé a frecuentar un grupo de neuróticos anónimos y otro de doble A. Imposibilitado para estudiar en una universidad, como era mi frustrado deseo, me volví autodidacta. Incluso exigí que mis compañeros dejaran de llamarme El lampiño y me hice llamar El indagador. Fue en esa etapa cuando decidí que, al salir de prisión, elegiría una carrera flexible, de aplicación global. El mundo está cambiando día a día. Las comunicaciones han acercado a la gente de todas las naciones. Al elegir carrera conviene preguntar ¿en cuántos lugares puedo ejercer? ¿De cuántas formas distintas me es factible aplicar lo que sé? ¿Qué especialidad me permite adaptarme a diferentes medios o circunstancias con más facilidad? Al elegir una profesión flexible y global, o al ampliar mis conocimientos con maestrías, doctorados o dos carreras, aumento mis posibilidades de acción. Incluso podría inventar mi propio nicho de mercado. Volví a soñar en grande. —¿Ahora sí, nos vas a contar tu historia, Uziel?

64. León, el mentor del curso para readaptar a los internos en vías de ser liberados, puso su mano en mi hombro. —Sí —aprendí en mi grupo de doce pasos que callar frustraciones secretas enquista resentimientos mortales y sólo la catarsis desahoga las presiones del alma. Había pasado ya dos años en esa prisión, rumiando deseos de venganza y acariciando, como acaricia un niño a una serpiente que hizo su mascota, odios e irreverencias sin comprender. Eso tenía que parar. —Adelante, Uziel —me instó León—. Te escuchamos. Mis compañeros guardaron silencio. Después de haber estado en las mazmorras de castigo, conviviendo con la peor ralea humana concebible, los internos de ese curso me parecían caballeros de la alta sociedad, y hasta los roedores que nos acompañaban me recordaban simpáticos hámsteres comparados con las sanguinarias ratas rabiosas de los barracones de sanción. —Estuve castigado por pelearme —inspiré y expiré despacio; tenía la estima destrozada, igual que los huesos de mi cara que todavía se estaban reponiendo—. Estos dos años han sido terribles —proseguí—. Yo no debería estar aquí. Se los dije un día y lo repito. Me inculparon por un delito que nunca cometí.

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