Me hallaba en el auto de Lucy, esperándola. Habíamos quedado de vernos a las seis de la tarde e iban a dar las nueve de la noche. Estaba empezando a ponerme nervioso. ¿Qué había sucedido? Las primeras llamadas que hice a su celular sonaron varias veces, después, la grabación me indicó que el usuario estaba fuera del área de servicio. ¿Ella lo apagó o alguien más lo hizo para impedirle contestar? ¿Estaría en problemas? Si así era, yo la había metido en ellos. ¡Mi pobre Lucy! ¿Por qué la dejé arriesgarse? No quise hacer más conjeturas ingratas y salí del auto, exacerbado. Corrí al edificio. Estaba cerrado al público. Entré por el acceso de empleados. Rondé los pasillos. Lucy no estaba. Pregunté al afanador y al guardia de seguridad; nadie la había visto. Empecé a resoplar. Tuve la misma premonición de desgracia que me invadió cuando entré al karaoke bar. Saira desapareció. ¿Ahora Lucy? Salí a la explanada de la municipalidad y busqué con impaciencia. «¡No! ¿Qué está sucediendo? ¡No! Lucy ¿Dónde estás? —di vueltas en círculo, jalándome los cabellos—, ¡a ver, a ver, cálmate, no ganas nada con ponerte neurasténico!». Fui a la tienda decidido a comprar una cerveza, pero después me arrepentí y compré un six pack. Regresé al auto, me esforcé por relajarme. Hice lo que llamaba el yoga de la cerveza. Crucé mis piernas en flor de loto, recargué la cabeza hacia atrás, bebí casi sin respirar media lata y cerré los ojos dejando que el efecto del alcohol me adormeciera el occipucio. Luego de unos segundos, y sin abrir los párpados apuré el resto de la lata, siempre imaginando que todo el líquido confluía en mi nuca. Dio resultado. Respiré despacio. Recordé la forma en que Lucy y yo planeamos nuestra venganza la noche anterior en ese mismo auto (si los autos de los novios pudieran hablar…): La enseñé a hacer el yoga de la cerveza y también aflojó su tensión. Nos besamos largamente, sin ponernos límites. Aunque yo pretendí llevar la iniciativa, tuve la sobriedad necesaria para entender que a los pocos minutos de iniciado el juego, quien tomó el control fue ella. Me permitió acercamientos intensos y luego me obligó a parar. Charlaba, contaba bromas y me distraía. Yo no podía razonar. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas y el resuello jadeante. —Leí en una revista —me dijo—, que Afrodita, la diosa griega del amor y el sexo, podía conseguir todo lo que anhelaba con un beso. —Pues bésame y deja de hablar. Haré lo que sea por ti, mi Afrodita.
66. —No, porque supongo que los besos de esa diosa mataban, y yo te quiero vivo. —¡Mátame y déjame seguirte besando! —Pero quítame esos dedos de encima. No soy una almohada para apachurrar. Levanté las manos y continué la sesión de besos. Cuando bajé los brazos ella se separó. —¡Quieto, dije! —No me hagas esto. Me estoy chamuscando. —Pues échate agua. Dijimos que íbamos a planear nuestra venganza. —Pásame otra cerveza. A ver. Voy a intentarlo. ¿Qué hacemos? —Mañana el presidente municipal va a reunirse con empresarios que quieren construir un enorme centro comercial. El terreno es un ejido, no cuenta con uso del suelo ni servicios. Además los colonos de la zona se oponen. Sin embargo mi jefe ya me platicó que van a darle luz verde al proyecto a cambio de muchos millones. Si lográramos que la prensa se entere, daremos un gran golpe. —¡Perfecto! ¿Qué sugieres? —No sé. Mandemos una carta anónima a algún periodista para que investigue. —Se me ocurre algo mejor. Grabemos a los funcionarios cuando hablen con los empresarios. Mi hermana tiene una grabadora pequeña de alta definición y mucho alcance. Su maestro de música se la regaló cuando ella cumplió dieciocho años. La usaba para componer. Podemos ponerla debajo de la mesa. En la sala de juntas. —¿Y si la encuentran? —Borraré todo lo que tenga grabado. No sabrán de quién es. —¿Cómo entrarás a la sala de juntas para colocarla? —Tú lo harás, Lucy. Antes de la reunión. La puedes pegar con velcro. —¿Y después? —No sé. Ya se nos ocurrirá algo. Me había acercado a ella muy despacio otra vez; entre beso y beso planeamos. Lucy era noble, inmadura, inocente. Quería vengarse sin saber de qué. Siguió jugando a ser Afrodita por un rato. Después detuvo la recreación y me sugirió que fuéramos a mi casa por la grabadora. Alguien golpeó la ventana del auto. Abrí los ojos. Era el vigilante del estacionamiento. —Voy a cerrar el lote. ¿Puedes sacar tu coche por favor? Eran las diez de la noche. Ya no quedaba nadie en el Ayuntamiento. Esta vez la idea de que algo le había sucedido a mi novia se convirtió en convicción. De seguro intentó grabar a los funcionarios y la sorprendieron, pero ¿qué le habían hecho? Conduje hasta la calle y estacioné el auto en la avenida. Volví a marcarle, sin éxito. Los coches detrás de mí, tocaban el claxon y ponían las luces altas. Estaba a punto de arrancar cuando vi que alguien se acercaba corriendo. ¿Era ella? Mi corazón se aceleró. Salí del coche, arriesgándome a ser arrollado y caminé a grandes zancadas. Sí. Mi Lucy se aproximaba con gesto desencajado. Puse mis manos en sus hombros, la abracé con celeridad y la tomé de la mano para correr con ella al vehículo.
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Decision Crucial
Teen FictionMediante una novela hipnótica, el lector podrá vislumbrar nuevos planes de vida para llegar a “hacer lo que le gusta y que le paguen por ello”. Contiene también un análisis de profesiones y GUÍA DE ESTUDIO.Siempre quiso ser profesionista, pero todo...