7.El tatuaje de Paul Discriminación al débil

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Entré a la habitación de papá. Dormía boca abajo roncando. Lo moví para despertarlo. No se inmutó. Volví a empujarlo. Produjo un gruñido caricaturesco, como si se ahogara; giró la cabeza y recomenzó su concierto de jadeos con nuevo ritmo y tono. —¡Papá! Sé que te levantas de madrugada, pero necesitas estar enterado… Nada. —No va a despertarse hasta dentro de seis horas —la voz ronca del abuelo me hizo saltar—, ni aunque le pase un tren encima. Tomó una fuerte dosis de Rivotril. —Vaya. —Tu hermana se fue ¿verdad? —¿La viste? —Sí. —Iba furiosa. —Ya se le pasará. —Tengo un mal presentimiento, abuelo. Préstame dinero para un taxi. Voy a seguirla. —De ninguna forma. Es mi nieta. También me preocupa. Vamos. El abuelo tenía una camioneta último modelo. La manejaba poco porque un chofer lo llevaba siempre a trabajar. Era excéntrico. Yo había visitado muy pocas veces su penthouse, pero recordaba una pulcritud y elegancia exageradas. Desde que mi madre (su hija) murió, comenzó a ayudarnos con dinero apenas suficiente para sufragar nuestras más urgentes exigencias. Por otra parte, en su departamento impecable y poco usado, tenía incluso servidumbre. —¿Cuándo vas a comprarme un auto, abuelo? —le pregunté mientras íbamos en camino. —Ya lo sabes. Hice la misma promesa a tu hermana. Les obsequiaré uno cuando me entreguen su título profesional. Moví la cabeza, fastidiado. No me sentía animoso de refutar otra vez el mismo canon. Sólo me burlé con voz gangosa. —Y si es de odontólogo, mejor. Continuamos el resto del trayecto en silencio. Llegamos al karaoke bar. —Espérame aquí. Apenas bajé del auto se acrecentó mi sospecha de que algo malo podía suceder. Entré al antro. Casi lleno. Poca luz, pequeñas mesas altas con bancos de aluminio. Música moderna a volumen intenso pero digerible. Al fondo, dos pequeñas tarimas pintarrajeadas a propósito con grafitos que intentaban simular escenarios callejeros. Pantallas colgantes. Meseras jóvenes, voluptuosas, con vestidos amarillos, cortos y brillantes. Ninguno rojo, como el de Saira. Si mi

33. hermana formaba parte de ese grupo laboral, por alguna extraña razón se le permitía usar indumentaria de otro color, tal como estilaban los porteros en el fútbol. Me sentí enfadado conmigo por ser esa la primera vez que me paraba ahí. Años atrás, aplaudí las actuaciones de mi hermana, fui su ayudante, amigo y fan. Saira tenía razón. Perdió el apoyo de su familia desde que mamá murió. De forma súbita el volumen de la música aumentó. Notas marciales, casi circenses. Saira apareció en escena. Llevaba puesto el abrigo largo con el que salió de casa. Por micrófono invitó a la concurrencia a disfrutar la noche; ¿se tambaleaba?, ¿su voz era inestable? Comenzó a cantar. Si otrora, poniendo atención había sido factible notar desafinaciones en sus entonaciones, esta vez hasta los neófitos pudieron escucharlas sin esfuerzo. Saira estaba borracha. Se quitó el abrigo y lo hizo girar sobre su cabeza como aspa de helicóptero. Su vestidito rojo satinado pareció más pequeño de lo que era. El repentino despojo del abrigo hizo creer a la concurrencia que estaba a punto de iniciar un striptease no anunciado. Saira lanzó el abrigo y siguió cantando, pero esta vez acompañó sus compases con meneos voluptuosos. Empezó a desabrocharse las mangas de su diminuto atuendo. Me adelanté movido por asombro y coraje. Las contorsiones de mi hermana estaban lejos de parecer un desnudismo espontáneo. Eran planeadas, practicadas. Sus mangas volaron. Un asistente las recogió del suelo. Saira cantó y bailó ante la mirada entusiasmada de la concurrencia. Algo discordaba. Ese sitio no aparentaba ser un antro de perdición para hombres, como dogmatizó mi padre, porque cerca de la mitad de los clientes eran mujeres. La música continuó. Al poco tiempo, Saira se despojo por completo de su vestidito quedando ataviada con una suerte de short y sostén semideportivos bordados de pedrería brillante. Eso era todo. No se desvestiría más. De cualquier manera, mi hermana era muy atractiva, rubia, de formas generosas, con el esteriotipo de las bellas porristas del futbol americano profesional. Siguió cantando, pero las notas comprometidas persistían en salir de su garganta notoriamente destempladas. Sus pasos de jazz continuaban pareciendo traspiés descoordinados. Alguien le gritó que mejor acabara de desvestirse. La moción fue aprobada por un coro de borrachos. Hombres y mujeres. Saira los ignoró. Pensé. Las personas como los negocios evolucionan, ese lugar tarde o temprano se convertiría en burdel y mi hermana en bailarina exótica si no escapaba a tiempo. Cuando terminó la canción, subí a la tarima. Le sorprendió verme. —¿Qué haces aquí, Uziel? —se hizo a un lado. —¡Vine por ti! Acompáñame a la casa. Papá tenía razón. Este no es un lugar seguro y tú te ves muy mal haciendo lo que haces. También estás cantando pésimo. ¡Tomaste demasiado! Si te interesa un pelo tu prestigio, hazme caso. ¡Vamos! —¿Y a ti qué te importa mi prestigio? —escupió—. He trabajado en este bar cinco meses y no habías venido a verme. El asistente que recogió la ropa voladora llegó hasta nosotros y tapó a Saira con el abrigo de forma cariñosa. Era un hombre distinguido. Más que guardia de seguridad, parecía encargado administrativo; su único rasgo de extravagancia era un tatuaje en el antebrazo. De reojo me pareció el grabado de una enorme águila. Ella se dejó abrazar por él. —¿Algún problema?

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