13.La fórmula del coach Propósitos de todo proyecto

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Mi hermana no apareció. Pasamos varios días buscando su cuerpo. Como no había señales de él, abrigábamos el anhelo de que estuviese viva. Esperábamos que hubiera abandonado el auto antes del accidente, pero aún así, nos enloquecía que no se hubiese comunicado con su familia. Una noche entré al cuarto de Saira a revisar otra vez sus pertenencias. Todos lo habíamos hecho, incluyendo los investigadores, buscando pistas. Hallé una pequeña grabadora de alta definición. Compacta, potente. Escuché las grabaciones. Nada. Sólo había tarareos y solfeos. Saira usaba el aparato para componer. Oír sus notas me produjo cierta congoja. Desafinada o no, anhelaba volver a escucharla cantar en persona. El suceso de la universidad nos afectó mucho, tanto a mí como a Chiquito, así que ninguno de los dos nos presentamos a trabajar al día siguiente. Yo acudí de nuevo a la Facultad y fui a hablar con el rector. En la explanada del campus había mucha gente. Las clases se suspenderían por algún festejo. Caminé hasta las oficinas. La secretaria no estaba, pero el directivo sí. —¿Puedo pasar? —asomé la cabeza dejando medio cuerpo escondido tras la cancela. —¿Qué se te ofrece? —Vine a repasar cómo van las cosas. —Haz tu trabajo, inspector. Revisa. Detuvimos las labores de remodelación. —Pues tengo buenas noticias. ¡Voy a darles un permiso para continuar! —¿De veras? —escarneció— ¿A cambio de cuánto? —¡De nada, por supuesto! Ésta es mi escuela, yo he estudiado aquí y planeo regresar muy pronto. ¡Siempre ayudaré a mis instituciones! El administrativo apretó los labios. Quizá para evitar una carcajada. —En esta universidad nos reservamos el derecho de admisión. Por otro lado, reanudaremos los trabajos de resane y pintura en las aulas cuando tengamos los papeles en regla. Haremos todo por la vía legal. No necesitamos favores —caminó—. Estás obstruyendo la puerta. —¿Perdón? —¿Me permites salir? Voy a inaugurar un importante certamen deportivo. Agaché la cara y me hice a un lado. Con la estima gravemente lacerada bajé las escaleras. En el patio, los estudiantes jubilosos caminaban en grupos entonando canciones e izando banderines con el escudo de su equipo. Yo formé parte del holgorio futbolístico el año anterior. Ahora me sentía ajeno a la fiesta, como intruso réprobo y traidor. Pasé junto a las aulas en remodelación y vi que en efecto los trabajos se habían detenido. Cabizbajo, llegué al estacionamiento y subí al auto de Lucy. Me lo prestaba con la condición de que le pusiera gasolina y pasara por ella al terminar el día de trabajo. Era temprano. No tenía a donde ir ni me apetecía seguir ejerciendo

59. el oficio de inspector. Así que comencé a decirme majaderías. Una tras otra. Usé el lenguaje más florido que pude para adjetivarme, luego sentí nauseas y bajé del auto. Caminé hacia las canchas de fútbol atraído por la bulla. Como me consideraba indigno de sentarme en las tribunas junto a mis ex compañeros, entré por los túneles de vestidores y me apertreché para ver el partido desde otro ángulo. Ni siquiera logré concentrarme. Preocupado por Saira, enojado con el jefe de mi novia, celoso de Lucy, humillado por el rector, desilusionado de mi familia adoptiva, y furibundo con la madre que me parió para después desecharme, no le encontraba sentido a mi vida. El partido terminó en empate. Cuando menos me di cuenta, los jugadores del equipo local desfilaron frente a mí rumbo a los vestidores. Parecían molestos. Uno de ellos se empinó una botella de agua y la arrojó a la pared. Su contenido me salpicó. El entrenador lo hizo detenerse a recogerla. Aprovechó la pausa para regañar al equipo que lo rodeó. —¿Por qué están tan enojados? —¡Porque queríamos ganar! —respondió el capitán—. Pudimos ganar. —A mí tampoco me gustan los empates —precisó el coach—. ¡Son patéticos! Pero no quiero que pierdan de vista que estamos aquí por cinco razones. Cinco, no una. En primer lugar, jugamos para aprender. Díganme. ¿Lograron ese objetivo hoy? ¿Aprendieron algo? Hubo algunos rezongos. —Sí. —¡No los oigo! —¡Sí, señor! —gritó la mayoría. —En segundo lugar, vinimos aquí a divertirnos. ¿Lo lograron? ¿Se divirtieron? —¡Sí, señor! —En tercer lugar teníamos la meta de trabajar en equipo. ¿Lo hicieron? ¿Trabajaron en equipo de verdad? La respuesta fue menos unánime. Aún así se escuchó potente. —En cuarto lugar, era nuestro deber y privilegio dar lo mejor de nosotros mismos. Salir de la cancha agotados. ¿Lo hicieron? ¿Dieron lo mejor de ustedes? —¡Sí, señor! —En quinto y último lugar, teníamos el objetivo de ganar. Este aspecto lo logramos a medias porque conseguimos empate. De cinco metas alcanzamos cuatro punto cinco. En escala de uno a diez obtuvimos nueve de calificación. No podemos estar tristes. Como yo sólo escuchaba al coach, no vi las reacciones de sus pupilos, pero después los oí reír y chancear. Caminé de vuelta al auto. Había presenciado una lección de fútbol que bien podía aplicarse a la vida entera. Hoy entiendo que si pudiéramos resumir nuestros objetivos al trabajar, sin duda serían esos: Primero, aprender. Nuestra ocupación debe ofrecernos un universo ilimitado de aprendizaje; el buen trabajador no deja de leer, prepararse, tomar notas, teniendo siempre en cuenta que su primera meta en la vida es aprender algo nuevo cada día. Segundo, disfrutar. La existencia humana es breve y el momento presente pasa tan rápido que ya pasó, ahora es otro, y dentro de unos minutos será otro. Un hombre que solía estar siempre de mal humor, en su lecho de muerte, dijo: aunque logré demasiado, fallé en lo substancial: nunca pude ser feliz. Para lograr el objetivo de disfrutar cada instante, precisamos aprender a no angustiarnos por el mañana ni

60. culpabilizarnos por el ayer, entendiendo que los retos son interesantes, y decidiendo estar contentos. Tercero, convivir. Las buenas relaciones tienen, a veces, más poder y peso incluso que el dinero. Trabajamos para interactuar con gente. La tarea de equipo es imprescindible. Requerimos crear alianzas. Dependemos de nuestros clientes y amigos; ellos dependen de nosotros. Pocas conductas resultan más fructíferas que ser sociables, tratables, amables, corteses. Cuarto, dar lo mejor de nosotros. Quien se esfuerza poco, termina logrando poco y perdiendo las oportunidades de volver a esforzarse. Un artista famoso se quejaba de estar demasiado cansado, no quería atender a sus fans en horas extras, así perdió popularidad y cuando quiso rectificar ya no tenía fans. Si competimos, demos lo mejor de nosotros; si estudiamos, demos lo mejor de nosotros; si tenemos empleo, demos lo mejor de nosotros. Asegurémonos de llegar todos los días a la cama, exhaustos. Quinto, ganar. Un hombre altruista trabajó sin goce de sueldo durante años con el afán de servir a los indigentes; a la larga se convirtió en uno de ellos. Es justo tener paga digna, retribuciones materiales. Vale la pena elegir una ocupación que pueda remunerarnos bien. Ganar dinero y prestigio de forma honesta es nuestra quinta meta en la vida, aunque, a decir verdad, si cumplimos cabalmente con las primeras cuatro y en esta última sólo obtenemos la mitad de nuestras pretensiones, aún tendríamos nueve de calificación. A partir de aquel día no volví a sentirme a gusto en mi trabajo. Ni aprendía nada digno, ni disfrutaba mi labor, ni hacía buen equipo con otros (el Chiquito me abandonó por un compañero nuevo), ni me esforzaba lo suficiente, y, por lógica, dejé de ganar dinero. A pesar de todo, me mantuve en la nómina con el único fin de vigilar a Lucy, o mejor dicho, a su jefe. Ella reconoció que en efecto, mis sospechas eran reales. El sujeto había querido propasarse con ella varias veces. —¡Renuncia! —la insté—. Busquemos otro empleo en el que no peligres. —Sé cuidarme. —Señora ¿usted qué opina? —le pregunté a la madre de Lucy que cosía prendas de vestir en el comedor. —¿De qué? —Interrumpió su trabajo. —El jefe de Lucy la acosa. Hace poco quiso besarla y arrancarle la blusa. Incluso la mordió en el hombro. Además, supe que tiene nexos con narcotraficantes. —¡No digas mentiras! Vas a asustar a mi mamá. —Pues estoy asustada ya, Lucy. Explícame qué pasa. Mi novia me miró con furia. Luego aclaró que su jefe era un hombre casado con malas costumbres y aceptó, sin dar detalles, que la miraba con morbo. —Denúncialo —dijo su madre—, debe tener un jefe. —Su jefe es igual. No son personas de fiar. Di con el puño sobre la mesa y dejé al descubierto, entre legítimo y teatral, mi recelo guardado. —¡A como dé lugar voy a defender a Lucy! —¿Qué piensas hacer? —presionó su madre. —No sé, ya se me ocurrirá algo. Es cosa de usar la inteligencia —pero yo no tenía mucha, al menos, no entrenada—. Voy a buscar la forma de desprestigiar a esa pandilla de cerdos. Ya lo verán.

61. Ellas sonrieron y yo las imité, sin saber que estaba subiendo el primer peldaño que me llevaría a la cárcel.

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