En la sala quedamos mi padre, mi abuelo y yo. Estuvimos callados un largo tiempo. El desasosiego me había devuelto la sobriedad casi por completo. Quise aprovechar la trenza de la conversación anterior para exponer: —Yo tampoco estoy seguro todavía de qué debo estudiar —como mi voz sonó aflautada, carraspeé—. De hecho quiero dejar pasar el semestre para pensarlo bien. Mientras tanto, voy a trabajar. —¿A trabajar? —se burló mi papá—. ¿También de bailarín? —No tendría nada de malo si eso me gustara. Fuiste muy duro con Saira. La heriste. Moral y físicamente. Papá tenía formación militar. Era hosco y nervioso, pero sabía reconocer cuando se equivocaba. —Tienes razón. Trataré de hablar con ella —y completó—. Otro día. —¿Cómo empezó esta discusión? El abuelo caminó despacio de vuelta a la estancia. Aclaró: —Yo tuve la culpa. Cuando la vi lista para irse a trabajar, hablé con ella. Le expuse la posibilidad de heredarle mi clínica dental. La invité a estudiar la carrera de odontología. —Ahora entiendo. Ya conozco esa cantaleta. El abuelo se dejó caer en el sillón. —Mis intenciones son buenas. —Lo sé… —como no tenía la elocuencia requerida para rebatir, vociferé—, sin embargo, ni mi hermana ni yo queremos convertirnos en sacamuelas. ¡Está decidido! Papá me fulminó con la mirada. Lo que dije fue un exceso. Lo entendí de inmediato. —Perdóname, abuelo… no quise ofenderte. El hombre asintió. Era todo un personaje. Cuando diez años atrás comenzó a desarrollar síntomas de artritis, a causa de su pulso tembloroso, cortó la encía de un paciente. Tuvo serios problemas que lo llevaron al fin de su carrera como dentista. Todos creímos que se retiraría y se resignaría a vivir de sus ahorros, pero hizo lo contrario. Compró el edificio en el que siempre tuvo su consultorio, invirtió todo lo que tenía en una clínica de especialidades odontológicas. Adquirió equipo computarizado, contrató médicos jóvenes muy capaces, les brindó el prestigio, la supervisión, la experiencia y la cartera de clientes de cuarenta años a cambio de la mitad de sus honorarios. A sus setenta, el abuelo era dueño de una empresa rampante que había crecido de forma notable. Se dirigió a mí, de nuevo.
29. —Sería una lástima que todo lo que he construido se perdiera —como era aficionado a fumar pipa su voz sonaba excesivamente ronca, casi lúgubre. Esta vez cuidé mis modales. —Pero tú quieres que Saira o yo seamos odontólogos y nosotros no estamos de acuerdo en ese tipo de imposiciones. ¡Cada persona es distinta y los adultos no deben forzar a los jóvenes a estudiar algo! —No trato de forzar a nadie. Ni siquiera estoy sugiriendo que tú o Saira sean dentistas. Pueden ser mercadólogos, administradores, químicos, médicos, contadores, ¡no sé! Hay un sin fin de opciones que encajarían en mi clínica. Al final, terminarían siendo los dueños de la empresa. Yo podría estar pensando en venderla e irme de viaje alrededor del mundo con ese dinero, pero me interesan mis nietos. Le prometí a tu madre antes de que muriera, que hasta el último de mis días velaría por ustedes. Pude percibir la tristeza en los ojos de papá. No era feliz de que su suegro estuviera ahí metido la mitad del tiempo. De hecho, se había mudado parcialmente con nosotros excusando que estaba muy solo en su lujoso departamento. Llegó a instalarse en el cuartito de servicio de nuestra casa, según él para acompañarnos y sentirse acompañado, pero no vendió ni rentó su vivienda. Así que tres días a la semana dormía con nosotros y el resto en su suite. —Tu abuelo es un buen hombre —de eso no había duda, aunque también era raro—, escúchalo, hijo. Lo único que él quiere es que tú y Saira terminen una carrera, cualquiera que sea, y traten, si pueden, de aplicarla en su negocio. Lo que importa es que se titulen y no anden después penando por la vida como yo —a papá no se le daban los discursos; su especialidad eran las órdenes parcas y los cachiporrazos, pero aquella noche, quizá por la reciente riña con su primogénita, parecía inspirado—. He sufrido mucho porque no estudié. Cuando dos personas cultas hablan, yo no tengo nada que opinar. Cada vez que hay necesidad de decir algo frente a mucha gente tiemblo de miedo y prefiero esconderme. Tuve ofertas de trabajo interesantes y no cubrí el perfil. El abuelo acomodó su boina inglesa y se recargó en el sillón. Habló fuerte y claro: —Hoy en día hay tantos desempleados que los patrones se pueden dar el lujo de escoger; eligen siempre al mejor preparado. En ocasiones ni siquiera importa tanto que carrera profesional estudió el candidato, sino el hecho de que la haya concluido, esté titulado e incluso tenga una o más maestrías. —¿Y qué me dices de las carreras técnicas? Son una solución digna para los jóvenes que les urge trabajar. —Sin duda, las carreras técnicas cumplen un cometido, pero desde mi muy personal punto de vista deberían verse sólo como un medio, un escalón, una estación que dará respiro al estudiante para trabajar y seguir preparándose al mismo tiempo. ¡Ir a la universidad no debería ser optativo! Hoy es algo indispensable, irreemplazable, obligado. Progresar en el mundo resulta cada vez más difícil, incluso para los que son profesionistas universitarios, ¡mucho más para quienes no lo son! Mi abuelo estaba seguro de lo que decía. Papá coincidía asintiendo. Yo no entendía ni contaba con el panorama general de la vida que ellos tenían. —Sigo creyendo —dije sin pensarlo en realidad—, que obligar a un hijo o nieto a estudiar lo que no quiere, va en contra de los derechos humanos.
30. Mi última acotación despertó, ahora sí, vapores de ofensa en aquel hombre que se consideraba un filántropo. —Aclaremos esto, hijo —aliñó su boina como hacía siempre que estaba a punto de dar unas palabras en público—. Cuando un adulto le sugiere a un joven que estudie determinada carrera, hay que analizar por qué lo hace. Hay dos posibles razones. La primera: El adulto tiene un deseo obsesivo y hasta enfermizo de proyectarse en el chico y ver en él sus propios sueños truncados hechos realidad; esto es infame; convierte a muchos jóvenes en sombras deprimentes de lo que sus padres quisieron ser y no pudieron. No es nuestro caso, Uziel. ¡Ni yo soy tonto, ni tú! Entiendo perfectamente que has entrado a la recta final de la dependencia, muy pronto dejarás esta casa y sólo tú serás delegado de la profesión que elijas. Pero analiza la segunda posible razón. El familiar adulto de un joven puede recomendarle estudiar determinada carrera porque quiere favorecerlo heredándole sus relaciones, amistades, puertas abiertas o negocios funcionando. En este caso, el muchacho está en posibilidades (no en la obligación) de recibir un beneficio que lo impulsará desde el inicio de su desarrollo profesional. La ayuda garantizada siempre es digna de tomarse en cuenta. Esto no es inmoral o inapropiado. Los apoyos son recursos materiales y humanos que favorecen la realización de un proyecto. Las facilidades son condiciones que simplifican o allanan el camino para lograr una meta. Revisa el grado de apoyo que tendrías tanto al estudiar en una determinada área como al ejercer. A veces (no siempre) el apoyo económico o humano puede hacer mucha diferencia en tu proyección profesional. —Eres muy insistente —me quejé—, pero no me convences. El que de verdad quiere estudiar para paleontólogo del desierto, por ejemplo, lo hará con o sin apoyo. —¡Lo dudo! —respondió disfrutando el debate—. ¿Qué es más fácil? ¿Estudiar en una universidad gratuita ubicada a la vuelta de tu casa a la que puedes ir caminando, o hacerlo en otra carísima ubicada a diez mil kilómetros de distancia en un país cuyo idioma no hablas? ¿Qué es preferible? ¿Terminar una carrera que puedes aplicar de inmediato en un prospero negocio familiar, o terminar otra que sólo podrás ejercer en las dunas de Namibia, donde, además, no hay quien te contrate? Hijo, identifica tus facilidades y apoyos. Al menos tómalos en cuenta. ¿Sabes cómo se hace eso? Pregúntate ¿quién soy, dónde vivo, cuál es mi cultura, nacionalidad, historia, familia? —Ajá. Y eso me lleva de nuevo a tu clínica odontológica. ¡No, gracias, abuelo! Así terminó la charla de aquella noche. Ni él logró convencerme, ni yo quise prestarle atención. Nos metimos cada uno a su recámara. A los pocos minutos escuché el pestillo de la puerta vecina. Era mi hermana que estaba a punto de salir a la calle, a escondidas. Traía puesto un abrigo largo y se había maquillado de forma excesiva, quizá para ocultar los estragos de su reciente llanto. Me interpuse en su camino. —Voy con una amiga —aclaró—, no le digas a papá. Estaba fuera de sí. Deseosa de vengarse mediante una acción de franca rebeldía e incitar así en mi padre el sinsabor del arrepentimiento. Sus movimientos arrebatados denunciaron el firme propósito de resarcirse. —No salgas así. —¡Quítate de mi camino! —dijo con muecas agresivas y voz susurrante. El bisbiseo expresivo la obligó a exhalar fuerte. Noté un olor etílico en su aliento. —¿Tomaste alcohol? ¿En tu cuarto? ¿A escondidas? ¿Qué vergüenza?
31. Mi recriminación fue hipócrita, porque horas antes yo mismo me había excedido en copas jugando billar con mis amigos. —Soy mayor que tú —corrigió—. Mayor de edad. No voy a darte cuentas. Di un paso atrás y la dejé pasar luchando contra la tentación de sujetarla por el brazo. Afuera estaba esperándola un auto compacto. Salí tras ella. Mi corazón latía aprisa. La sombra de un mal presagio oscureció mi razón. Hice el último intento: —Hermana. Por favor. Ten cuidado. —Yo no soy tu hermana. Tú eres hijo de una sirvienta. Te lo puedo demostrar cuando quieras. —No digas tonterías. Estás enojada porque no te apoyé. —Nada de eso. Te estoy diciendo la verdad. Así que quítate y no vuelvas a decirme «hermana». Salió de la casa. Subió al coche. Al hacerlo, un listón del vestido rojo de satín asomó por los pliegues de su abrigo. Lo adiviné. Se dirigía al bar, donde trabajaba como mesera y cantaba para animar a los clientes a usar el karaoke. Descubrirla vestida para tal efecto calmó mi ansiedad, pero volví a intranquilizarme al confirmar que aquella noche sus intenciones no eran rutinarias. Tenía su expresión grabada en mi mente. Rostro desarticulado, ojos anormalmente engrandecidos, mejillas irritadas. Decidí avisarle a mi padre.
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Decision Crucial
Teen FictionMediante una novela hipnótica, el lector podrá vislumbrar nuevos planes de vida para llegar a “hacer lo que le gusta y que le paguen por ello”. Contiene también un análisis de profesiones y GUÍA DE ESTUDIO.Siempre quiso ser profesionista, pero todo...