Prólogo

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Paredes blancas, piso blanco

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Paredes blancas, piso blanco. ¿Dónde estoy? 

Miro a mis alrededores y sólo hay una puerta del color de la habitación. Delante de mí hay un chico amarrado a una silla. Su rostro está completamente ensangrentado y moreteado. Tenía la cabeza hacia abajo y su respiración era pesada. Su cabello rubio se le notaba más oscuro por el sudor y la combinación con la sangre.

Intenté moverme, pero algo me lo impidió. Yo también estaba amarrada, pero a diferencia del chico, a mí no me dolía nada, no me sentía ningún golpe, ni empapada de sangre ni de sudor. Sólo sentía el apretón de la soga en mis manos y mis pies.

Intento recordar lo que ocurrió, pero solo recuerdo lo que pasó en la mañana. Es como si me hubieran borrado las últimas horas.

O quien sabe cuánto había pasado.

La manija de la única puerta presente se giró y me recorrió un fuerte escalofrío. Por mi mente pasaron muchísimos posibles escenarios ¿Me iban a torturar como al chico? ¿Por qué estaba aquí? ¿Me querían matar? Sea lo que fuere ya había entrado, y nos estaba rodeando.

Se ubicó al lado del chico y lo comenzó a inspeccionar.
Era otro hombre, hasta se podía decir que es casi de mi edad.

Su rostro está cubierto dejando al descubierto sólo sus ojos, con un pañuelo poco peculiar. Era de tonos azules y diminutos puntos negros como formando un universo, y lo que más resaltaba es que dejaba a la vista las diferentes fases de la luna, pero algo cambiaba. Al lado de la luna llena estaba el sol, como si formara parte de las fases.

Los iris del sujeto eran impactantemente grises, casi blancos, su mirada con una profundidad cegadora, emanaba de él un aire perturbador, algo misterioso, tenebroso, y... psicópata.

Sin quitar sus ojos de los míos, cuidadosamente sacó una daga poco vista de su bolsillo, era totalmente de plata estoy segura. La sostuvo con una maravillosa delicadeza y como si fuera un arte, rasgó el cuello del sujeto delante de mí. Lo mató. Así, sin más.

Lo más curioso es que no sentí ni una gota de lastima, ni una pizca de piedad. Solo disfruté lo que hacia con tanta elegancia. No me quedé en silencio porque temí por mi vida, porque sabía que aquel hombre no me haría daño. Me quedé en silencio porque sé que al que acababan de degollar se lo merecía.

Sé que al haberlo matado estaba pagando el precio de sus errores y que mejor castigo que con la muerte.

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