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Lo último que Draco recordaba era la noche en que compartió con Edrielle más de lo que alguna vez había compartido con nadie. La siguiente vez que abrió los ojos se encontraba en una habitación polvorienta y desconocida, acompañado de sus padres. Además, ya era capaz de recordar aquel asunto que tanto lo perturbaba.

—Tranquilízate, Draco —dijo Lucius con su característico tono seco—. El Ministerio de Magia ya se encuentra realizando su trabajo, atraparán a Rookwood.

El muchacho soltó una carcajada vacía. —¿Crees que Augustus no tiene contactos en el Ministerio? ¡Incluso tú sigues teniendo contactos en el Ministerio!

El sobresalto llamó la atención de los aurores más cercanos, a lo que Lucius sólo atinó a sonreír para desentenderse de las palabras de su hijo. Discretamente, lo tomó por el brazo y tiró de Draco hasta un rincón alejado de cualquier auror que pudiera escuchar las importantes declaraciones.

—Escúchame bien, Draco —siseó el hombre, hablando entre dientes—. Deja que el Ministerio haga su trabajo y dedícate a obedecer, ¿Acaso quieres que nos maten?

Liberándose del agarre, el joven mago retrocedió unos pasos. —Ya sé que a ti no te importa quién arriesgue su vida, pero no dejaré que...

—No me digas que tiene algo que ver con la hija del auror.

Sorprendido, Draco enarcó una ceja. —¿Cómo sabes eso?

—Tú lo has dicho —encajó en su rostro su expresión de superioridad—, tengo mis contactos.

En ese momento supo que la batalla contra su padre estaba perdida; tendría que apostar al carácter de su madre o, en el peor de los casos, escapar por sus propios medios.

Se encerró en el cuarto de baño más cercano, mirando su reflejo a través del sucio espejo que colgaba sobre el lavamanos. La ansiedad comenzaba a acabar con sus nervios y estaba a punto de autolesionarse para conseguir salir de Nurmengard cuanto antes; algo en su interior le aseguraba a gritos que el grupo de aurores se dirigía directo a una trampa en la que él mismo tuvo algo de participación.

Es decir, Augustus no era estúpido y lo había demostrado manipulando a Draco para atrapar a los Urquart. Seguramente, con la intención de poner a Edrielle en su contra de alguna u otra manera. ¿Se arriesgaría a secuestrar a la esposa de un auror? O, peor aún, ¿La mataría por alcanzar su cometido?

Draco no esperaría sentado en un mugriento sillón para averiguarlo.

—¿Draco? —la voz de su madre resonó con claridad al otro lado de la puerta— ¿Está todo bien, cariño?

El momento llegó, probaría suerte con la mujer que le dio la vida. Se arremangó la camisa, mojó su cara con agua fría y, tras un largo suspiro, abrió la puerta. Los ojos de Narcissa volaron rápidamente en busca de cualquier anomalía en su heredero, al corroborar que todo estaba en orden, procedió a mirarlo fijamente.

—Voy a salir de aquí —sentenció Draco, manteniendo la firmeza de su voz—. Con o sin tu ayuda.

Su madre negó. —Por favor, ¿Qué es lo que tiene esa chica de especial?

—No puedo, ni tengo tiempo de explicártelo ahora —excusó el rubio, pasando por su lado—. Iré a batirme en duelo con cualquiera que se interponga en mi camino.

Narcissa tuvo que trotar para poder darle alcance a su hijo, quien marchaba a paso decidido, comenzando a desenfundar la varita. Su madre le apartó la mano de un manotazo, tirando con fuerza de él hasta conseguir llevarlo a sus aposentos.

—Madre, por favor. No quiero pelear contigo.

—Bien, lo haré —accedió la mujer, preocupada—. Pero por lo que más quieras, ten cuidado, Draco.

Fue así como entre madre e hijo ingeniaron un falso envenenamiento que atrajo a los aurores a una trampa en la que Draco consiguió evadir el encierro e ir a la mansión de sus padres en Wiltshire. No obstante, un nuevo obstáculo se interpuso al ser capturado por el Primer Ministro, antes de poder siquiera acercarse.

Frustrado por tantas trabas, a Draco no le quedó más remedio que acceder a indicarles cómo traspasar las salvaguardas de los terrenos. Su corazón acelerado, el pitido en los oídos, su respiración irregular... Cansado de esperar, decidió volar la puerta en el momento adecuado, sin embargo, lo que ocurrió a continuación fue tan rápido y a la vez tan lento que no supo cómo debía reaccionar.

En un momento tenía a Augustus siendo abatido por el Departamento de Aurores y al siguiente, el cuerpo que se desplomaba ante sus ojos era el de Henry Urquart.

—¿Cómo paso? —escuchó murmurar a un auror.

Otro se acercó, para responderle en tono confidencial. —Emer Berns parece estar coludido con Augustus. Probablemente le reveló el plan y el mortífago lo usó a su favor.

Anonadado, sin saber hacia dónde dirigirse, Draco observó la escena con un sabor amargo en la boca al presenciar a Kingsley levantando a la chica seminconsciente. Se dio el tiempo de avisar a Neville y se encontraron en el Hospital San Mungo unas horas después.

El momento más doloroso se presentó cuando la madre de Edrielle llegó para escuchar las malas noticias; Draco no podría sacar de sus recuerdos el desgarrador grito que emergió de la garganta de Leonie Urquart, en medio de la sala de espera. El pobre mago se sintió el ser más despreciable sobre la Tierra y, en su intento de huir, la madre de la pelinegra lo atrapó por el brazo.

Bien podría haber escupido el corazón por la boca ahí mismo.

—¿Tus padres están bien? —cuestionó Leonie, en medio del llanto.

Draco asintió, impedido del habla por un enorme nudo en su garganta.

—Bien, entonces mi marido no murió en vano.

Minerva McGonagall apartó a la mujer del joven y la llevó a sentarse en un banco cercano. El pobre rubio se atragantó con todas las palabras que quería decir, pero no pudo; estaba dispuesto a gritar que él habría preferido estar en el lugar de Henry, que ni siquiera debió involucrar a Edrielle, que sólo a él le correspondía solucionar el desastre de su familia, empero sus labios se negaron a abrirse.

Se maldijo en silencio, llevándose las manos a la cabeza y enterrando los dedos entre su cabello. Ahora sólo quedaba esperar por noticias sobre Edrielle; si algo grave le ocurrió, Draco no podría perdonárselo ni, aunque renaciera otras mil veces más.

Con suerte, ella despertó con ganas de asesinarlo por haber escapado de Nurmengard. El agobiado mago no pudo reunir el valor para ir a verla, así que pasó el siguiente día esperando en la sala hasta que se le concedió el alta.

El funeral de Henry Urquart fue íntimo, por lo que Draco se mantuvo a una distancia prudente para no causar un revuelo innecesario. Eso sí, no se salvó de ser divisado por la abuela de Edrielle, quien no dudó en acercarse cautelosamente para palmear su hombro brindándole, sin saberlo, una pizca de consuelo.

—Nadie aquí te puede culpar por los pecados de tus padres, muchacho —comentó la estricta mujer, con expresión decaída—. Si mi nieta se ha aferrado a ti, debe ser por una buena razón. Asegúrate de atesorar cada momento porque, aunque suene cruel, lo bueno nunca dura lo suficiente.

La sonrisa condescendiente que le regaló la anciana no correspondía con la descripción que Draco tenía de Augusta Longbottom; a sus ojos, ella era severa, estricta e inflexible, siempre exigiendo lo mejor de los suyos.

Probablemente hiciera todo lo anterior, pero la mujer no era un monstruo como para atormentar a un alma de por sí ya atormentada por sí sola.

Draco tardó unos cuantos días en reunir el valor de aparecer por la habitación de Edrielle y ver cómo estaba. La muchacha se recuperó satisfactoriamente, cumpliendo con su palabra de otorgarle la reprimenda de su vida, un par de golpes y uno que otro sermón sobre responsabilidad. Finalmente, ella retomó su relación como si nada hubiese ocurrido; aunque en el fondo, ambos chicos sabían que algo se quebró.

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