Capítulo 3

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Xiomara y yo nos dirigimos al aula, faltando cinco minutos para que el artefacto sonoro del timbre produjera un sismo estruendoso en el colegio. 

Caminamos por el corredor expedito y a Xiomara se le cayó sus auriculares. De inmediato se agachó delante de mí sin ponerse de cuclillas y luego se levantó cinco segundos después.

—¿Qué fue eso? —pregunté atónito.

—¿Qué cosa?

—¿Quieres excitarme? —susurré.

—¿Qué? Solo levanté mi audífono, en serio...

—Sí, claro.

—Bueno, no funcionó.

Ya en clases, yo me senté al principio. En un pupitre de dos plazas y de aspecto rudimentario. Guardé mi mochila en la parrilla y esperé con paciencia la llegada del profesor que era más impuntual que nosotros.

Segundos después, percibí que un alumno se sentó en mi pupitre y no era Xiomara. No lo vi porque hojeaba mi carpeta.

Llegó el pedagogo y comenzó a revisar las tareas. Mi compañero de al lado fue el primero y yo el segundo. Parecía que tenía competencia.

Durante la clase, el chico me pedía prestado un borrador y un lápiz, y yo se lo prestaba. Siempre me lo agradecía. No vi sus facciones al detalle por distracción o por timidez.

Cuando el timbre sonó, lo vi de pies a cabeza. Era medianamente alto y llevaba el uniforme impecable. Su pantalón tenía bolsillos, pero nunca ponía sus manos ahí ni por nerviosismo.

Llegué a casa y otro día de clases ya había acabado. Tenía nuevas tareas, nuevos pensamientos negativos y nuevos agravios por parte de mi padre. Daba igual si bebía o no. Era un aliciente que no estuviera en casa.

Me despojé de mi mochila y busqué un libro de mi repisa. ¡Oh, esto es muy malo! Mi padre llegó borracho. Solo tuve un minuto de paz.

Me enfurruñé.

El beodo de mi progenitor se tambaleó por el pasillo que conducía a su habitación, en compañía de su mujer que también tenía unas cuantas copas encima.

No entiendo cómo es que llegó a casa eludiendo el test de alcoholemia. Ese hombre conducía mejor bebido que sobrio y sus tretas, para eludir las obligaciones, no tenían comparación.

Oí golpeteos en mi puerta y gruñidos. Quería abrir, pero los rechinidos de la puerta no son muy agradables que digamos.

Agarré a Iñaki y no lo solté.

—¡Ariel! ¿¡Dónde estás!? —dijo con aspereza.

—Aquí... —respondí.

—¿¡Qué!? —preguntó.

—Aquí estoy.

—¡Chiquillo, escurridizo! ¡Cuándo te llame tienes que venir!

—Lo siento...

—Si no estás de acuerdo, búscate otra familia...

—No lo volveré a hacer.

Otra vez con lo mismo.

Si pudiera irme me iría. No estoy loco para soportar todo esto otros catorce años. Luego de mi cumpleaños haré algo que no le gustará.

Ese chico de falda ©️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora