Tenía clases de matemáticas y estaba atrasado. Corrí como un ciervo huyendo de una hiena hacia mi aula que parecía moverse, conforme me movía. El calor me pasaba factura y tenía las piernas sudadas tan solo bajar del colectivo.
Al acercarme a las gradas, noté que más alumnos varones llevaban falda y más chicas llevaban pantalones. Los chicos llevaban la falda más corta que las chicas. Al subir me percaté que no todos los varones llevaban short debajo. El color dominante era el rojo y también el amarillo. El asunto es que no les importaba enseñar.
Ya no quise ver y me moví con celeridad hacia la puerta del curso, que se hallaba aún abierta y sin el profesor dentro. Debía santiguarme y agradecérselo al todopoderoso por tan magnánimo milagro.
Llegué a mi banco ya ocupado por mi compañero, el cual aún no sabía su nombre. Quería sentarme con Xiomara, pero mi amiga babeaba por otro alumno que se sentaba atrás. No podía descruzar las piernas.
Me puse cómodo y saqué mis textos para repasar.
Antes de que el profesor llegara, el chico me miró por unos segundos y sacó sus carpetas.
—¿Hiciste la tarea? —preguntó él con un tono melodioso y casi inaudible.
—Sí, no estuvo muy difícil —Mi voz se fue apagando a medida que hilvanaba las frases.
Sentía la voz acelerada y también envidia por la voz que él poseía. Supongo que tenía buenas piernas, pero preferiría usar pantalón. Y yo que tengo piernas caucásicas y poco atractivas las lucía con una falda. Solo esperaba que no fuera mejor que yo en los estudios.
—Es verdad. Ayer terminé la tarea en diez minutos—repuso él y tocó sus cuadernos—. Estaba tan fácil que tuve que darme tareas para no aburrirme...
Bueno, creo que es mejor que yo. Si dije que era fácil, mentía. Fácil fue abrir los textos y sacar los lápices del estuche.
Sonreí y dije:
—¿En serio? Estás en peligro de extinción. Las chicas deben amarte.
Se echó a reír y luego su risa fue una carcajada en ascenso.
—No lo creo, Ariel —dijo luchando por contener su risa.
Se memorizó mi nombre, y yo no recordaba el suyo cuando pasaron lista. Me venían a la mente cualquier nombre, menos uno coherente.
—¿Cómo te llamas? —pregunté con una timidez que no tenía comparación.
—Me llamo Jonatan, un gusto —Me dio la mano y yo también.
El profesor llegó y nos amonestó por estar cotorreando en la antesala a su tediosa clase, que ni con payasos sería divertida.
Estuvimos sin hablar hasta el recreo. El timbre fue una orden para congestionar las letrinas o para ir a comer hasta reventar. Yo me levanté de mi asiento para ir al baño.
—Ariel, vamos a comer algo —propuso Jonatan con insistencia.
—Este... bueno —respondí y lo seguí.
Llegamos al quiosco y Jonatan me invitó una salteña, tan grande que parecía un pedrusco. También pidió dos gaseosas para acompañar. El dinero no parecía ser problema para un muchacho como él. Yo apenas tenía plata para un chicle y para mi pasaje.
Nos sentamos en una grada a comer rápido, perseguidos por el tiempo restante para retornar al aula.
—Oye, gracias por la salteña —dije cubriendo mis piernas con la falda.
—No agradezcas... Me encanta compartir mi fortuna —Comió su empanada.
—Así que eres rico...
—Pues aún no me han probado... —Volvió a comer.
—Qué gracioso... Eso sonó extraño.
—Es que la comida me pone de buen humor.
—¿Cuál ha sido tu nota más alta? —pregunté.
El tiempo fue tan corto para todas nuestras palabras.
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Ese chico de falda ©️
Teen FictionAriel es un chico que prefiere usar falda en vez de pantalón. Un día conocerá a un nuevo estudiante que cambiará su vida para siempre. Advertencia: Contenido adulto (+18)