42. VÍSPERA DE BODA

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Era difícil ver lo bonito de ese nuevo amanecer, con sus luces rojas bañando los campos y nutriendo la hierba de color. Era difícil observarlo sin pensar en las tantas desgracias que había traído el anterior; que habían tenido que sufrir para sentir este. 

Complicado era, sobretodo, no imaginar que su color rojo se transformaba en sangre. Sangre tiñendo las gardenias de su propio jardín; gota a gota que golpeaba el suelo. 

Imposible era no recordar quién había perecido bajo el odio de un hombre vil. Imposible no ver en tu cabeza la sangre brotando de su anciana espalda, y el arma blanca volviéndose carmesí. 

5 de agosto.

6 de agosto.

7 de agosto.

Cuando ese nuevo amanecer que ahora asomaba, se perdiera de noche tras las colinas, él tomaría la mano de ella. Y se separarían por siempre. ¿Quién habló de nombres? Yo no lo hice, mas quizás alguien sí. 

Discutieron por el miedo de él. Pelearon por la cobardía de ella. Y ahora, solo la muerte les volvería a reunir. Ella... y Shakespeare.

Estalló la guerra. Solo eran las diez. El campanario no sonó. No quedaba nadie en Rocamadour. La soga ataba sus manos a la Villa, los únicos que prefirieron no marchar. 

Se oyeron los cascos como las balas de un cañón. Cientos de estrellas fugaces dispuestas a matar. Se terminó la incertidumbre, la paciencia, la tensión. Sus primeras palabras solo fueron escuchadas por tres, y esos tres ni rezaron porque ya sabían que poco tenían de salvación. Irrumpió como la Muerte en su vida, alzando en su mano el orgullo de una victoria. A caballo o a pie, ese monstruo no poseía color ni alma. 

Viajaba con la protección del diablo, se decía en los cuentos de viejas. 

Mató a cuatro hombres con su mirada, afirmaban los cuentacuentos.

Pero ninguno de ellos pudo estar más lejos de la verdad.

Se trataba de un alma quebrada, corrompida, vengativa... que quería más y más. Que disfrutaba el aroma a putrefacción que escondía en su interior. Cargaba en sus brazos su arma como quien carga un niño recién nacido, como quien carga el nuevo milagro en la familia. Hasta que ese dulce milagro hizo brotar sangre donde no debía haberse visto. 

Lady Felicia se abrió en llanto. La calidez abandonó durante eternos segundos su cuerpo. Se sintió desfallecer cual pétalo marchito abandonado, mientras el hombro de su vestido absorbía color oscuro. Sus ojos lloraron el dolor, el arrepentimiento y un brillo que su hijo Calen no comprendió y que no se debía a las lágrimas. El chico quiso correr hacia su madre, limpiar la sangre a manotazos sin sentido y ayudarla a partir corriendo... pero hincado en su pecho tembloroso notó el dolor de la muerte vecina. El cañón de una escopeta presionaba directo a su corazón, y en el rostro de su padre vio el deseo de que su hijo viviera. 

A decir verdad, Calen jamás había visto un arma como aquella, pero poco le importaría a su cadáver si El General disparaba, tal y como había hecho con su madre. No obstante, Lady Felicia parecía recobrarse del espanto aunque no cesara el dolor. Calen deseó, entonces, no ser nadie. Deseó no haberse enamorado. Deseó no tener una amiga al otro lado del mar que llorase su pérdida más que nada en el mundo. Deseó no haberse convertido en el muchacho orgulloso que era. Deseó haber tenido la valentía para enfrentarse antes. ¡Y por todo el amor del mundo! ¡Cuánto hubiera deseado confesarse a Aveline antes de que ambos muriesen! 

Mas no pudo llorar. Creía que debía hacerlo, y no pudo. 

Y entonces, El General rio con la maldad que portaba dentro. Heló las entrañas de todos los presentes. Quemó las lágrimas que perdían sus ojos. Retiró el arma del pecho de Calen con una sonrisa bajo su nariz puntiaguda. No tenía luz en sus ojos de hielo. 

AVELINE.   El secreto de la Villa de las GardeniasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora