Guantes rojos

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Celia estaba caminando en el piso de la cocina. Sus pies habían pasado tanto por allí que parecía que le haría un agujero a la madera que sentía debajo de sus pies. Sentía una presión en el pecho, una preocupación dentro de ella que no podía explicar. Se comió todas las uñas de sus manos y su talón golpeteaba el suelo.

Había sido uno de esos días donde no paraba de llover. Las nubes, tan grises y opacas, habían escondido al sol, sacándolo de ser el centro de atención y parecía que no volvería hasta dentro de unas largas horas. Había mucha humedad, Celia no sabía cómo explicar la energía negativa que se sentía en el ambiente. Quería salir y sentir la lluvia, aunque era consciente de que se empaparía terriblemente y luego se le desataría un resfriado. Pero tenía miedo de salir.

Ya no recordaba hace cuánto la acechaba el pánico de tocar accidentalmente a otra persona. Su respiración se agitaba tanto que creía que iba a morir, por eso trataba de estar sola la mayor cantidad de tiempo posible. Por las noches tenía atemorizantes pesadillas; soñaba que la ahorcaban, la descuartizaban, la violaban, la secuestraban...

Su pasado la seguía como un fantasma.

Un escalofrío le recorrió la piel y decidió ir a la habitación que compartía con Hebe, su compañera de piso. La recorrió porque sabía que había algo allí que la tranquilizaba. Sacó desesperadamente la almohada de la cama de Hebe y encontró el arma que estaba buscando: una pistola. Había más de estas escondidas en todo el departamento —debajo de una madera que le pertenecía al piso, en el cajón de la ropa, detrás de un cuadro de arte— y Hebe se lo había contado en caso de que necesitara saberlo.

El día que conoció a Hebe era una noche fría y muy oscura de junio. Celia estaba parada en una esquina y le revolvía el estómago oler la orina que estaba impregnado en el piso de la calle. No quería tocar ninguna pared porque estaba todo pegoteado. Su cuerpo temblaba y no solamente por la helada brisa que tocaba su piel, sino por la gran incertidumbre que la rodeaba. No podía ver casi nada y no encontraba a sus compañeras. Pensar en que pudo haber pasado un hombre y haberles hecho las cosas más crueles posibles hacía que su sangre corriera con una rapidez incalculable. Aun si no lo había visto, sabía que estaba pasando en ese momento o que pasaría. Incluso a ella. Era cuestión de tiempo para prepararse esperando lo peor.

Los varones que aparecían hacían que su corazón se detuviera porque la paralizaba el miedo. Tenía la certeza de que eran las criaturas horripilantes que nacían en películas de terror. Solía ver en sus ojos crueldad, a estos los identificaba porque los iris de sus ojos eran rojos. Sabían que ellos tenían todo el poder del mundo para hacer lo que quisieran y sometían a las mujeres a las cosas más horribles. Algunos eran enormes con muchísima fuerza. Medían tres metros y parecían El increíble Hulk, sólo que estaban alejados de ser superhéroes. Sus músculos se aseguraban de no dejarlas ir, acorralándolas, pegándoles o incluso violándolas. Otros parecían tener garras y agarraban con firmeza a todas las mujeres que estaban allí por la noche. Les terminaban dejando marcas en la piel de todo tipo; les brotaba la sangre. Cada vez que cualquier hombre se reía sus ataques de pánico empezaban a aparecer: sus bocas eran gigantes, sus dientes infinitos y sus lenguas tan largas y puntiagudas como era posible. Celia siempre pensaba que se la comerían viva y sería su manjar de la noche.

También estaban los que tenían muchísimos pelos, los que parecían buenos y amables por usar un traje, pero terminaban generando una cruel sorpresa al manifestar que tenían una mente muy retorcida. Algunos no eran viles con ella, pero traían nieve y la obligaban a que desaparezca.

Celia había visto hombres altos, bajos, con una gran contextura física, menudos, asquerosos, desagradables. En cualquier momento les crecerían cuernos, una cola y la terminarían secuestrando para ir al Infierno.

Cómo ellas se conocieronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora