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Un día estaban en la habitación de Clementa. Los padres de Ángela no estaban, como siempre. Habían visto que la criada se quedó dormida. Clementa había ido para devolverle el vestido de Ángela que había usado la vez que su atuendo estaba manchado de pintura naranja. Ángela se había entusiasmado ante la idea de que su amiga se siguiera probando sus vestidos. Así que se lo comentó a Clementa y, como de costumbre, no se negó a lo que ella quería.

Clementa se puso un vestido delicado: era blanco con detalles dorados. Luego, Ángela la maquilló. Cuando terminó, Clementa observó la expresión de su amiga.

—¿Qué? ¿Tengo algo en mi cara? —preguntó Clementa.

—No, no. Estás hermosa —observó cómo sonreía y sus ojos brillaban.

Clementa se ruborizó.

—Tengo que confesarte algo —soltó Ángela—. Y es... muy horrible.

No sabía qué pensar. Sonaba como si hubiera asesinado a alguien. Aunque sabía que no era capaz de matar ni a una mosca. Diría lo que diría, Clementa estaba dispuesta a perdonarla sin siquiera dudarlo.

Ángela se acercó más a donde ella estaba. Notó los pocos centímetros que las separaban. Podía besarla si quisiera. Ángela suspiró.

—Me parece que estoy perdidamente enamorada de vos.

—Sí, claro, tal como el enamoramiento que el príncipe de Inglaterra tiene por mí —creyó que Ángela estaba bromeando. Notó que no se rio ante su chiste y miró hacia abajo.

Clementa entendió y no dijo nada.

—Probablemente pensás que tengo muchos pretendientes y que mi corazón late por, al menos, uno de ellos. Pero la verdad es que... no late por ninguno de ellos —unas pocas lágrimas corrían por sus mejillas—. Siempre latió por vos.

Siguió sin hablar pues estaba completamente sorprendida por este giro inesperado. Imaginó que le diría que algo terrible le había sucedido a su familia, que le confesaría por qué su padre echó al papá de Clementa, que estaba embarazada. Pensó en todo menos en lo más evidente.

—Entiendo si no querés hablarme nunca más...

Sin pensarlo dos veces, Clementa atravesó los pocos centímetros que las separaban y juntó sus labios con los de Ángela.

Fue como si Clementa hubiera encendido la chispa que ambas deseaban con locura prender. Ahora estaban avivando el fuego.

No podían dejar de besarse y Ángela, como pudo, llevó a Clementa a la cama.

Se envolvieron en las sábanas olvidando el mundo que las rodeaba.

Cómo ellas se conocieronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora