La puerta de madera

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Era una noche fría, lluviosa y húmeda de 1952. Juliana se encontraba parada frente a la puerta marrón de madera que recordaba desde que era una niña.

Estaba indecisa ¿debería golpear la puerta? ¿Tuvo que haber avisado de iría a visitar? No, la idea de que su mejor amiga la volviera a ver luego de veinte años le aterraba. ¿Cómo iba a decirle que la extrañaba, que todavía la seguía amando y seguía recordando con felicidad todas aquellas tardes que pasaban juntas? No sabía nada de la vida de ella. Lo único que sabía era que los padres de ella habían fallecido hacía cinco años y no pudo verlos porque estaba en Cuba, junto con su esposo. Felizmente casada, pensó, o al menos se suponía que era feliz. Nunca lo admitió frente a nadie, pero había contraído matrimonio porque todo el mundo le decía que no podía sobrevivir sola en un país donde no conocía a nadie. Estaba lejos de su casa, así que su solución fue casarse para tener estabilidad económica en su vida; nunca le había gustado su esposo. Sabía cual era el destino de muchas mujeres que no estaban casadas, que no tenían una buena economía por lo que debían ganarse el dinero justo y necesario para sobrevivir por día. Lo sabía porque las ha visto en esquinas, completamente desnudas e indefensas.

Su vida en Cuba parecía una inevitable rutina: se levantaba todos los días temprano, cocinaba el desayuno, veía a su marido irse al trabajo y luego se quedaba lavando ropa, colgándola o limpiando la casa. No tenía muchas opciones. Juliana se empezó a dar cuenta que aquello no era vida. Se sentía decepcionada porque había viajado allí con la esperanza de convertirse en bailarina: siempre le había gustado bailar. Cuando era adolescente y vivía en Argentina, sus padres no querían que aprenda tango, pero a Juliana no le interesaba hacerles caso pues solía escaparse de su hogar para aprender o practicaba en su casa cuando nadie la veía. Cuando fue creciendo, escuchaba que los colegios de danza en Cuba eran excelentes así que, en el momento en que vio la oportunidad, armó sus valijas y se fue.

Su vida en matrimonio le había llevado una sorpresa: su esposo no quería que sea bailarina, aunque se odiaba por estar asombrada pues sabía cómo eran las cosas en la vida. Cada vez que Juliana quería hacerle entender por qué se había mudado, por qué le gustaba tanto bailar, él hacía oídos sordos y decidía no escucharla, así como otras veces le hacía escenas de celos para que Juliana se sintiera mal y no saliera. Era muy controlador. Aún así, ella se recordaba siempre, con mucha firmeza, la razón por la cual se había ido de Argentina y, así como no les hizo caso a sus padres, tampoco se lo hizo a su marido.

De alguna forma (una muy irónica y rara) se sentía libre porque por fin estaba haciendo lo que quería. Estudió allí por veinte años y era la mejor bailarina del instituto. El momento en que la desesperación se apoderó de Juliana fue cuando su esposo le dijo que quería tener hijos y, por más que ella le dijera que no, parecía que no la escuchaba. Le insistía siempre. Se sentía atrapada porque sabía que tarde o temprano el momento de ser madre llegaría y Juliana no quería: tenía que terminar con su carrera de bailarina (aunque lo hacía en secreto) y no pensaba criar un niño o niña porque no tenía idea de cómo hacerlo. Además, su cuerpo nunca le había resultado tan propio: de verdad sentía que le pertenecía y se amaba cada vez más; no quería perder eso. Le resultaba extraño sentirse así, sobre todo porque odiaba cuando debía tener relaciones sexuales con su marido pues no le atraía en lo absoluto y siempre que lo hacía le dolía, pero a él no parecía importarle porque siempre terminaba "satisfecho".

Sentía que lo único que tenía era la danza: fue lo único que evito que entrara en una profunda depresión. Le servía para expresarse, para recordarse quién era y por qué hizo lo que hizo. Descargaba todas sus emociones de una forma que nunca podría hacer con palabras. Eran más los momentos en los que se sentía sola que los que no: sus padres estaban en Argentina y Martina también. A ella la extrañaba demasiado y desde que se mudó a Cuba se esforzó por comunicarlo con el baile. La dinámica y la velocidad de cada movimiento le generaba adrenalina y eso la hacía sentirse más viva que nunca. Cada paso estaba por algo: parecían las palabras que formaban un enunciado. Era como estar gritándole a la vida misma "¡acá estoy! ¡Sobreviviendo con tus cosas de mierda!". A veces sentía la tentación de cerrar los ojos y seguir bailando.

Así que decidió volver.

Recordaba que hace veintiún años, cuando tenía diecisiete años de edad, había besado por primera vez a su mejor amiga, Martina. Juliana pensó que la rechazaría, que le pegaría por besarla porque ¡cómo se atrevería una mujer a besar otra mujer! Era completamente escandaloso y otros dirían, inmoral. En ese momento quiso tirarse por las vías de un tren porque no había pensado lo que hizo. Sabía muy bien como eran tratadas las "desviadas" en su sociedad: las excluían y las humillaban por su "incorregible homosexualidad". Escuchó diferentes cosas que les hacían y le daba pánico pensarlo porque siempre se presentaba la premisa de que "son así porque no tuvieron sexo con un buen hombre". Juliana conocía que, para afirmarlo tercamente, forzaban a las mujeres a... bueno, hacer cosas que no querían. Había un nombre específico para una mujer así, pero no quería decirlo; le aterraba hacerlo y sabía que si pronunciaba aquella palabra sería admitirlo.

No quería pasar por nada de esto.

Tuvo suerte porque Martina la aceptó: le devolvió el beso. Luego de eso, mantuvieron un noviazgo secreto. Su amiga le había confesado que, efectivamente, le aterraba lo mismo que a Juliana. Su relación duró tan sólo un año porque Juliana se fue a Cuba.

Siempre sintió que la traicionó: se fue sin avisarle, sin darle explicaciones, solamente le dejó una miserable carta. Estos últimos años se estuvo arrepintiendo de aquello y, en parte, por eso había vuelto: quería decirle que todavía la amaba y nunca dejó de pensar en ella, que simplemente siguió sus sueños de la manera más inmadura e impulsiva posible. Tenía que admitir que también se había ido porque no se aceptaba completamente y las personas en Argentina empezaban a sospechar. Si se mudaba de país ¿quién sabría? Le costó entender que, fuera donde fuera, todo el mundo trataría a ese tipo de mujeres de igual forma.

Sin pensarlo dos veces, tocó la puerta. De repente sintió que le costaba respirar y pensó que había sido un tremendo error ir allí. No creía posible que su cabeza pensara mil cosas a la vez.

Finalmente, su amada abrió la puerta y le dio a Juliana una expresión sorpresiva. Sin dudarlo, besó a Martina rápidamente y luego lo abrazó, sintiendo que la acción de rodearla con sus brazos podría durar para siempre y que persistiría por esos veinte años perdidos en los que estuvieron separadas.

Se escuchó la voz de un niño preguntando quién había tocado la puerta. Luego, apareció un hombre, diciéndole que volviera a su cuarto porque debía ir a dormir.

Martina, una vez que se separó de Juliana, se tocó los labios, la miró y le dijo:

—Esta es mi hija, se llama Juliana. Y el hombre de allí es mi marido. Llevamos casados veinte años.

Cómo ellas se conocieronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora