Blanco y Negro

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La luz, vigorosa y cortante, fue remplazada por otras de color rojo que surgían del suelo. Era fácil imaginar a Gabriel como un condenado, atormentado en las profundidades del infierno por un demonio que daba vueltas a su alrededor, siempre en las sombras, sin revelar el rostro.

Golpeó su pierna con algo, dos o tres veces. Ana se percató de que era una vara larga y flexible. El hombre o demonio se detuvo a espaldas del muchacho atado y entonces fue la pista la que comenzó a girar para que todos pudieran ver lo que ocurriría.

—¡Lo va a golpear! ¡Eduardo! ¿Le va a pegar?

Su amigo la miró con desamparo, como si el torturado fuera él.

—No sabía que se había metido en estas cosas.

La música cambió, el sonido de un platillo retumbó y fue la pauta para que el demonio elevara el instrumento de dolor y lo descargara sobre Gabriel, que al recibir el golpe se arqueó todo cuanto los grilletes le permitieron.

No eran unos golpecitos de juego erótico. Ana sintió en la boca del estómago una desazón terrible.

Más o menos lidiaba con el resto; la sordidez, la exhibición, incluso el morbo de un hombre sin ropa.

Lo que no entendía ni disfrutaba era de la violencia o el dolor. "¿Cómo podía la gente excitarse con eso?", pensó. Pues Gabriel lo hacía; su virilidad gloriosa y brillante de su propia humedad contaba una historia de disfrute y no de sufrimiento.

A cada estallido agudo y cristalino del platillo entre el vertiginoso bit de la música electrónica, el hombre azotaba, sin tregua; diez golpes continuos hasta que llegó el puente de la canción y se alejó.

Las luces volvieron a ser una sola, blanca y dura desde lo alto. Ese haz reveló las marcas rojas que quedaron en sus nalgas y muslos. La sombra volvió para frotarse contra el trasero de su víctima. Al mismo tiempo, acercó a las tetillas de Gabriel, algo que tenía en las manos.

El muchacho gritó y trató de retroceder, pero encerrado en el abrazo de ese demonio, como estaba, le fue imposible.

El suplicio duró todo lo que la sombra quiso. Cuando se alejó de nuevo, el muchacho lucía ya lo que parecían ser cadenas negras, unidas a pinzas prendidas de sus tetillas y en el extremo opuesto había un aro que rodeaba su miembro.

Todo el aparato tironeaba de sus partes sensibles si Gabriel se arqueaba demasiado.

—Eso debe doler —dijo Ana.

No supo si Eduardo le respondió o no. Inconsciente se acarició sus propios pezones, empáticos con el sufrimiento de Gabriel.

Necesitaba otra bebida. La pidió, pero llamar la atención del camarero no fue sencillo, tan absorto en lo que ocurría como el resto.

El tercer ruso de la noche llegó, cuando el mesero se dignó a prestar atención, con demasiado hielo y negro, en vez de blanco.

El cambio no importó a nadie; bebió la mitad, de un solo trago y casi se congeló la garganta.

Con ello tuvo una muy necesaria pausa. Necesitaba explicar racionalmente sus respuestas físicas.

"No es la escena más sádica del mundo, so boba", pensó para restar importancia a su incomodidad y al inapropiado calor que rugía entre sus piernas.

"Es ese tío impresionante", se dijo. Emitía una sensualidad que se derramaba como una niebla espesa y picante que lo inundaba todo hasta colmar el lugar.

Puro erotismo pecador unido a su pureza y belleza; un contraste sobrecogedor entre luces y sombras concentrado en una misma persona.

¡Hacía que todos los presentes quisieran el fuete que usaba el demonio flagelador!

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora