Confesión

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Esa misma tarde, Esteban llegó al departamento que compartía con su pareja. Era más temprano que de costumbre; aún había luz de sol colándose por las ventanas.

Fue un viernes de mucho trabajo, con asuntos que resolver en la oficina y en campo, además de dos buenas horas en el gimnasio de la comandancia. Quería cenar en primer lugar y no descartaba la idea de meterse a la cama, ver películas y dormir. Diez horas por lo menos.

—Ya estás aquí, cariño.

Eduardo salió de la cocina a saludar a su pareja. Tenía que plantarse sobre la punta de sus pies para besarlo

—¿Cómo estuvo tu día?

—Mucho trabajo, pero salimos bien de todo —dijo Esteban con los labios pegados a su pareja, un beso cotidiano y dulce que no llevaría a nada más —. Los chicos aseguraron un camión lleno de biberones y productos para bebé. Les tomó un buen rato poner en orden las puestas a disposición.

—¿Tuviste que ir tú?

—No, no fue necesario —dijo Esteban—. Roberto se encargó. Por eso fue por lo que salimos temprano. Ese muchacho es de oro.

—Me alegro. Ya está la cena, creo. Nada complicado.

Por regla general, Eduardo estaba en casa antes que Esteban. El policía con frecuencia no llegaba en toda la noche. Solían comer fuera, en los tiempos disponibles de cada uno. Pero si ambos estaban en casa, su chico cocinaba, ya que el policía era una verdadera nulidad que quemaba el agua.

Esteban asintió. Se quitó el arma, revisó que tuviera el seguro y la dejó en la mesa, junto a su cartera, llaves y celular.

Por último, se sacó la chamarra con alivio. A veces, ese simple gesto le hacía sentir en casa. Fue cuando se percató de algo; su chico estaba sonriente pero nervioso. Afectado.

No se vive tres años con alguien sin llegar a conocer su gama de estados de ánimo. Al fin y al cabo, era policía. Algún instinto debía tener despierto por ello.

—¿Y qué tal estuvo tu día?

Eduardo, que iba de nuevo a la cocina, se detuvo a medio camino, reconsiderando su curso de acción. Y decidió dar la vuelta.

—Sí. Fue bien. ¿Sabes? Fuimos a almorzar a un restaurante. Lejos, en Bosques de las Lomas. En una plaza, por donde está una iglesia de triángulo.

—Ya sé cuál. ¿Hasta allá fuiste?

Preguntar era reiterativo. Pero Eduardo era muy poco dado a cambiar de rutina.

—Sí, por el cumpleaños de Tere. ¡Ya sabes! Ella había mencionado ese restaurante, dijo que fue muy bien puntuado en alguna lista de lugares por visitar. Nos contó que estaba ahorrando para ir y quise darle el gusto. Se lo merece.

—Es una buena asistente.

Esteban se sentó en la cabecera de la mesa, su lugar habitual. El relato tomaba cariz de extenderse. Vislumbró una historia de veinte minutos, por lo menos.

—Reservé mesa desde el lunes de la semana pasada. Pero al llegar, muy a tiempo, por cierto, de todos modos, se demoraron un rato. Fue extraño. Uno se imaginaría que reservas para no esperar, ¿no crees?

—Se supone.

Eduardo se comportaba, pensó Esteban, como niño que explica la razón por la que el jarrón azul de la abuela ya no está en su sitio. Daba vueltas, sin atreverse a abordar el tema importante, queriendo evitar la sanción por romperlo. Detuvo la historia y fue a la cocina de nuevo.

Regresó con guantes y un refractario humeante colmado de pasta. Deliciosos aromas de tomate y albahaca llenaron su pequeño comedor. Le sirvió como de costumbre, una gigantesca porción, pero seguía raro. Ausente. ¿Pensativo?

Esteban sospechaba que su pareja quería contarle algo y no hacerlo, al mismo tiempo y con igual intensidad.

Si aceptaba una distracción, Eduardo se quedaría con el secreto dentro.

—Continúa —. El policía picoteó su espagueti con el tenedor; eso terminaría en un interrogatorio. Ya lo veía venir.

—Eh, sí. Es que había otro grupo; cuatro hombres. Te puedes imaginar qué clase de personas eran, por la zona. ¿Verdad?

—¿Ricos?

—¡Sí! ¡Iban vestidos con trajes que valen más que mi auto! Hablaban inglés. Altos, todos rubios. Parecían banqueros suizos. Y eran clientes habituales del lugar, seguro porque el jefe de meseros o quien fuera que estaba en la puerta los saludó uno por uno y, ya sabes, todo sonrisas.

—Ajá.

—¡Y el restaurante pretendía hacernos esperar! ¡Y darnos otra mesa, apretujarnos por ahí, en un rincón! ¡Y yo aparté un lugar en la terraza! ¡Y se la iban a dar a ellos!

—¡Ah, cariño! ¿Eso es lo que ocurrió? ¿Te quitaron tu reserva?

Esteban se sintió culpable por confundir los sentimientos de su pareja. No le ocultaba nada, solo trataba de no mostrar lo indignado o enfadado que estaba, porque Eduardo era así; disimulaba lo que sentía, para no preocupar a los demás.

—Pues sí. Aunque no. Es decir, no al final. No pasó. O sea, casi nos la quitan. ¿Pero te imaginas? Tere hubiera estado muy triste. Debiste verla, parecía niña con globo. Además, perdimos casi medio día de trabajo por ir hasta allá y...

Se levantó de pronto, como si hubiera olvidado algo. Fue a la cocina y regresó con las manos vacías. Permaneció de pie, recargado en el respaldo de una silla. Absorto.

—¿No vas a cenar?

Eduardo estaba distraído, muy lejos dentro de sí. Miró a Esteban y sonrió abochornado.

—¡Ah, no! No tengo hambre. Es que al final, sí logramos la mesa. Se come muy rico en ese sitio. Horroroso de tan caro, por supuesto, pero vale la pena cada centavo. Tenemos que ir para nuestro aniversario.

—Bien, lo haremos.

Entonces lo descubrió. Era culpa y vergüenza que no sabía manejar. Una sombra rosada y bonita apareció sobre sus mejillas. ¡Era tan inusual! Esteban apartó su comida y concentró su atención en su pareja. A fin de cuentas, era un maldito perro sabueso. No lo iba a dejarlo por la paz hasta saber qué diablos hizo el chico.

—¿Y qué más pasó?

—Nada, es decir, después de eso, ya comimos y regresamos a la oficina.

Esteban no habló. Solo lo observó por algunos minutos, hasta que Eduardo bajó la mirada, pillado y confesó.

—Antes, hubo algo. Nada importante, por supuesto. Fueron las personas que esperaban. Los que parecían banqueros suizos. Es que yo fui a decirles que no estaba bien hacer uso de sus influencias para pasar primero.

"¿Acaso pelearon?" pensó Esteban, cada vez más desconcertado. Eduardo no era del tipo que confrontara con otros. Le miró con más detenimiento en busca de lesiones que se le hubieran pasado por alto.

—Pero uno de ellos resultó que era... es que, o sea era un... —Y se perdió en un mar de balbuceos. Esteban ya estaba de pie, para sostener su mentón y levantar su rostro. Y Eduardo no tuvo otra alternativa que escupirlo todo.

—Uno de esos ejecutivos elegantes era Gabriel. Sousa.

Esteban suspiró.

De forma que eso era

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