Sentada en una mesa cerca de la pista y un poco nerviosa, sin saber muy bien qué esperar, Ana Lugo apoyaba los codos en la superficie y las mejillas en las manos, mientras miraba con desconfianza su copa; un ruso blanco, demasiado frappé para su gusto.
Eso iba a saber a raspado, de los que vendían afuera de la secundaria.
El hombre a su izquierda era Esteban Robledo. Él observaba todo como lo hacen los depredadores; quieto y con atención. Apoyado en su antebrazo izquierdo y la placa de policía bien puesta en su cinturón y la mano derecha relajada sobre el muslo, cerca de donde solía portar el arma. Aunque impaciente, aparentaba ecuanimidad. Aún.
Alto y varonil, era un titán de un metro ochenta y nueve, con hombros dos veces más anchos que los de ella. Su expresión severa asustaba a todo mundo desde los años de la preparatoria. Mantuvieron un romance que solo duró tres meses. Pero ella nunca le tuvo miedo; era hermoso, en su rudeza y agresividad.
Sus amigos no entendían cómo una chica tan linda y buena era novia de ese rufián que, en esa época, ya iba armado. Varios años mayor que sus compañeros de generación, tenía un empleo de vigilancia y permiso para portar armas.
No era necesaria la preocupación de nadie. Pronto decidieron que estaban mejor como amigos y desde entonces, Esteban era en extremo protector con ella. A cambio, Ana lo colmaba de cariño, cuidado y atención. Se querían como hermanos y peleaban igual que si lo fueran. Al morir la madre de Ana, Esteban se mudó para vivir a su gran casa de la colonia Cuauhtémoc, porque ella era hija y nieta única.
Ana sabía que, para ese momento, Esteban ya ubicaba las rutas de escape, a los sujetos peligrosos y había decidido a quién golpearía primero, en caso de ser necesario. Moreno, robusto, con la barba sin afeitar y extremadamente velludo. Usaba el cabello a rape y vestía como policía; jeans, chaqueta de cuero, camiseta casi siempre negra y botas.
—¿Te pido otra? —preguntó él, que aunque parecía que no la miraba, estaba atento a todo.
—Sí, cariño, gracias.
Hubo capítulos violentos en su historia. Ana no se atrevería a meter las manos al fuego por la inocencia de su amigo. Pero no era un mal hombre; Solo muy grande y fuerte. Por fortuna, Esteban encontró dos cosas que le ayudaron a vivir en equilibrio y paz; un lugar en las fuerzas armadas y a Eduardo. Además de ser un excelente elemento policiaco, tenía unos años bien asentado en una relación amorosa y comprometida, con el chico más dulce de esta tierra.
Atrás quedaron los años de drogas, alcohol y peleas. También lo mujeriego que fue. Cuando aceptó que le gustaban los hombres y se enamoró de Eduardo, lo que quedaba de su conflicto interno se evaporó.
—Aquí tienes, mi ciela —. Era el camarero que dio una cerveza y una mirada de apreciación a Esteban; a ella no le presto atención al acercarle otro ruso negro con demasiado hielo. Divertida, comprobó si su pareja se ponía celoso. Pero el muchacho era tan encantador que no sería capaz de demostrarlo. Era la personalidad cálida y tranquila que neutralizaba los excesos de Esteban. Su rostro era agradable y su estilo impecable. Era el tipo de chico que usaría un suéter de cuello "V" debajo de una chaqueta de gamuza color caramelo, para ir a un antro gay lleno de rudos soldados y policías vestidos de cuero.
Lo más bonito eran sus ojos. Dos estrellas de miel y cuajados de pestañas. Puro, refinado un poco inseguro y rodeado de un halo de algo, que Ana nunca pudo definir; inocencia o dulzura, que hacía que la gente que lo conocía, lo estimara y confiara en él.
Parecía una rosa blanca en un tambo de petróleo, cuya hostilidad era casi palpable. Hasta Esteban tenía esa mirada agresiva que lo hacía pertenecer a ese ambiente, como ellos no lo harían jamás.

ESTÁS LEYENDO
Dénnari
Paranormale"Son caídos. Antes no fueron ángeles ni cosa parecida. Su naturaleza etérea es diferente, una de las muchas criaturas que habitan la tierra, sin que el hombre lo sepa. Obligados a vivir como humanos, sin serlo, atados al peso de lo prohibido. Tran...