Ménage à trois

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Ana descansaba sobre sus espaldas, con la mente suavemente lejana.

Desnuda.

Iván, sobre ella, entre sus piernas abiertas, la acariciaba casi con método, como si fuera inaceptable dejar parte alguna de su cuerpo desatendida, innumerables veces.

Sus manos eran fuertes y su toque, no la suavidad del terciopelo que se podría suponer dada la finura de su piel, sino el firme agarre de un hombre.

Tampoco había parado de besarla. Era como si el hombre no tuviera prisa alguna por llegar a alguna parte. Parecía estacionado en un largo momento que, para Ana, se estaba volviendo puro fuego.

Como si la hubiera acostado sobre brasas. Y no pensara sacarla de ahí, solo girarla de vez en cuando para tenerla encima o devolverla sobre sus espaldas para comer a grandes bocados sus pechos, suaves y maravillosos.

El sabor de esa piel femenina era completamente diferente al especiado gusto de un hombre. Era como lamer una manzana fragante y dulce. Le traía memorias de lana limpia, de campos abiertos al amanecer, del aroma fresco de un arroyo cristalino.

Olía a pureza, ella, tan alejada de los vicios, de los performance a los que él estaba tan acostumbrado.

Se quejaba quedo, mantenía los ojos cerrados, como si estuviera abrumada de tantas sensaciones.

Iván guiaba su placer con demasiada habilidad como para que fuera la primera vez que estaba con una mujer, pensó Ana. La tocaba distinto a como acariciaba a Gabriel, tomándose más tiempo, yendo más profundo en la exploración. Y más bajo.

Se encontró a sí misma gritando porque esa lengua la estaba enloqueciendo, caliente y suave, lamiendo una zona de su cuerpo que nadie había sabido jamás estimular bien.

De haber sido capaz de pensar, de apelar a su sarcástica voz mental, se hubiera burlado de sus anteriores amantes que tenían la idea de que una mujer es un tablero de control. Y se hubiera sentido avergonzada; ella también era una mala amante, creyendo que los hombres tenían tres o cuatro puntos erógenos, cuando en realidad, el cuerpo entero era un nervio que, estimulado de la manera correcta, provocaba explosiones.

Pero, por primera vez, ella no tenía nada que decir, nada en que pensar, nada que objetar.

Iván la probaba por entero y usaba todo su cuerpo para que ella sintiera placer. Sus dedos y sus nudillos, la acariciaba con el pecho, con los hombros; era su manera de moverse, sinuoso, elástico, flexible. Ella sentía la suavidad de su cabello largo, pesado y rubio en el vientre. Su lengua, dientes, mejillas al servicio de su sexo, lamiendo o succionando de maneras distintas.

—¡Ah, deberías dictar conferencias de esto! —exclamó, sin poner mucha atención en lo que estaba diciendo. Iván rio y también usó la risa para hacerla sentir.

Tocaron a la puerta y eso provocó que la magia se cortara un poco.

—Soy yo —dijo Gabriel del otro lado—. ¿Puedo pasar?

Iván levantó la mirada. Solo la mirada. No detuvo lo que hacía, esa cosa increíble con la lengua. Hizo la pregunta con los ojos, el arco de sus cejas y la chispa en la mirada.

"¡Vamos! ¡No seas ridícula! ¡Si ya tienes al tipo entre las piernas! ¿Qué puede ser peor? No queda lugar para hipocresías".

—Pasa —dijo Ana. Intentó cerrar un poco las piernas y tal vez cubrirse el pecho, pero abandonó el intento al mirar a Iván. Sí tenía al tipo entre las piernas; sí, de verdad, no había modo de fingir que eso no estaba sucediendo.

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora