Mentira

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Por una ventana larga y estrecha cubierta con fantasmales cortinas de muselina se colaba un viento helado. A pesar de ello, nadie se había tomado la molestia de cerrarla por varios días.

Se podría creer que era un sitio abandonado, aunque no por mucho tiempo. No se veía movimiento y las luces no se encendían en ningún momento del día.

Por lo demás, aunque lúgubre debido a la escasa decoración monocromática que resaltaba aún más la palidez de la luz de luna, era un piso lujoso. De un solo ambiente y con muebles caros. Una cama enorme adornada por un imponente dosel, a juego con las cortinas, ocupaba buena parte el área destinada al dormitorio. La ropa de cama y el cobertor eran negros.

Sobre la cama había un cuerpo reposando boca abajo, con la cabeza de lado y los ojos cerrados.

No se movía y respiraba tan bajo como un murmullo. Cubierto solo por un pantalón de mezclilla roto en las rodillas. Su piel tan blanca tenía una tonalidad azul y estaba crispada por el frío.

Había permanecido en esa misma posición durante algún tiempo, no podía precisar cuánto. Las veces que salió de ese letargo, fue atender las más básicas necesidades; tener sexo, beber agua y darse una ducha ocasional. Como esa mañana, cuando Gabriel salió al trabajo. El resto del tiempo, Iván la pasaba en cama, dormitando.

Su teléfono sonó, pero tardó un rato en percatarse de que esa extraña música era en realidad una llamada. Para cuando logró moverse y sacarlo de su bolsillo, la llamada se había perdido. La siguiente vez que sonó, tal vez una hora después, lo tenía en la mano, sobre el pecho, mientras permanecía quieto, sobre sus espaldas y con los ojos cerrados.

Con desagrado leyó la pantalla. No tenía registrado el número. Si era algún vendedor de planes de telefonía, iba a lanzar la cosa por la ventana.

—Iván Albarichi. ¿Quién habla?

—Hola.

Esa dulce voz le hizo reaccionar. El agradable color era inconfundible y le hizo volver a su cuerpo. Y de inmediato al dolor de la ausencia del que había estado tratando de escapar durmiendo.

—Hola Ann. Tú no tenías este número. ¿Cómo lo conseguiste?

—Gabriel me lo dio cuando lo vi, ayer.

Iván se incorporó de la cama. Notó algunas cosas, como una ligera capa de polvo en el vaso de agua que Gabriel le dejó en la mesita de noche. O el frio que imperaba en la habitación. Y el sonido de sus propias tripas. Tal vez no había comido.

—¿Qué día es hoy?

Ana rio un poco.

—Jueves. ¿No sabes en qué día vives?

—Comienzo a dudar si acaso esto se puede llamar vida. ¿En dónde viste a Gabriel?

—Estuvo en mi casa. Hablamos un rato por la noche.

Eso quería decir que Gabriel no se fue esa mañana a trabajar, sino que llevaba días en la calle. Y eso no pasaba desde los tiempos en los que salía con aquél imbécil e Iván tenía que conformarse con verlo apenas dos o tres veces por semana y casi nunca dormir con él. Fueron tiempos oscuros, que sin embargo asumió porque Gabriel era feliz con ese pequeño asno. Y la felicidad de su Xosen, incluso a costa de la propia, era la prioridad de su vida.

La diminuta burbuja de felicidad que sintió al escuchar a Ana se rompió. No se trataba de invertir los papeles. Iván era un Edénnari vinculado. Haciéndose pasar por humano porque no tenía de otra, relegado a un plano de la existencia feroz, caótico y doloroso. No tenía sentido repetir la estupidez de involucrarse con nadie, mucho menos con un cristal.

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora